La música es una sustancia peligrosa.
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La música es una sustancia peligrosa.
El filósofo español José Luis Pardo nació en 1954 y reside en Madrid, donde imparte la cátedra de “Corrientes contemporáneas de la filosofía” en la Universidad Complutense de Madrid. Es autor de varios libros, entre los que destacamos Deleuze. Violentar el pensamiento (1990), La intimidad (1996) y el más reciente La regla del juego. Sobre la dificultad de aprender filosofía (2004), libro por el cual recibió en España el premio nacional de ensayo en 2005. Además, es traductor de Gilles Deleuze, Emmanuel Levinas, Michel Serres, Guy Debord y Fredric Jameson, entre otros autores. Jamás ha visitado México, por lo que las preguntas fueron redactadas y respondidas vía Internet. Agradecemos la cálida amabilidad de sus respuestas a tanta pregunta tonta.
¿Cómo definirías la musicalidad, lo musical, a diferencia de lo que sería pura materia sonora, amorfo flujo de frecuencias y vibraciones?
No creo que haya una definición de “lo musical” (ni de “lo pictórico”, ni de “lo estético” o de “lo artístico”) en términos “esenciales”: la percepción de algo como música es más una cuestión de relación que una cuestión de esencia (de hecho, casi todos los pensadores empiristas, que tienden a otorgar un papel privilegiado a las relaciones, han utilizado para describirlas ejemplos musicales, notoriamente Locke y Hume). Pero percibir algo como música no es simplemente percibir una relación (entre dos sonidos), sino percibir una regla (tentativa) de relación: cuando encuentro un modo de relacionar el antes con el después, cuando encuentro un hilo. Esta sensación de estar buscando un hilo (de sentido) es, probablemente, inherente a la existencia humana y a la estructura de la acción y, por tanto, no creo que primero percibamos un flujo amorfo de frecuencias y vibraciones y después lo enlacemos mediante una regla o un hilo. Más bien, pienso que nacemos ya donde hay hilos, tejidos, reglas, enlaces, canciones. Llegar a percibir el punto en el cual el hilo se rompe, el tejido se rasga y la regla se viene abajo es, probablemente, algo posterior y más elaborado. Aunque, una vez descubierto ese después, no podamos ya pensarlo sino como habiendo estado ya siempre antes de toda canción y de todo hilo.
¿Cuál es tu relación cotidiana con la música?, ¿qué tanto te acompaña?, ¿tienes horarios o lugares preferidos para escucharla?
La música es y ha sido determinante en mi vida. Si no mi primera, fue desde luego mi segunda vocación, aunque mis estudios musicales se vieron rápidamente frustrados, y otras experiencias no tuvieron continuidad, más que nada, me temo, porque mi gran entusiasmo por la música no está compensado por el talento para ella. Como escritor, no soy especialmente maniático, a veces escucho música mientras escribo, pero en general prefiero no hacerlo (la música no me acompaña: me absorbe, me interesa demasiado como para utilizarla como un “fondo”), a no ser que esté escribiendo sobre ella, como últimamente hago.
Las fronteras que separan y distinguen la música del ruido —y de los sonidos cotidianos— han sido brutalmente cuestionadas y poco a poco borradas por las vanguardias sonoras, la experimentación musical, el cine y la propia industria cultural. A esta transformación paulatina del código de la música y del sonido corresponde una transformación del oído como dispositivo ideológico y sensorial. ¿Cómo caracterizarías este nuevo oído, este nuevo escucha, este sujeto auditivo que ha mostrado una inagotable capacidad de sorprenderse, de encontrar el acontecimiento hasta en los más sutiles ruidos de su propio organismo, al grado de hacer de ellos, mediante la tecnología digital, posibles elementos musicales?
La percepción de lo que había de arbitrariedad en las fronteras entre música y ruido fue, en la música “culta”, un efecto del trabajo de John Cage a partir de la década de 1930, y tuvo un resultado muy espectacular, entre otras cosas, porque las fronteras (debido a los protocolos de audición en las salas de conciertos, entre otras cosas) eran muy rígidas. Pero hubo, al menos desde el siglo XIX, otros lugares de Europa y de América en donde la música no estaba separada del ruido como lo estaba en las salas de conciertos: los tugurios de baile afroamericanos y los espectáculos populares (“populares” no significa folklóricos: la cultura popular es un fenómeno característico de las sociedades industriales que no puede confundirse con el folklore de las sociedades tradicionales, aunque en la práctica la cosa no esté tan clara). Creo que la entrada del ruido en la música es sociológicamente inseparable de la entrada de las masas en la historia y, cuando la música popular entró en la era discográfica, la significación de fenómenos como “Revolution 9” o “I am the Walrus” no me parece en ningún sentido menor que la de las piezas “silenciosas” de Cage para David Tudor. El resultado de estos experimentos es una “ampliación de oído” verdaderamente sustancial y revolucionaria, que sin duda tiene tanta importancia para la redefinición de lo que sea “música” como la tuvieron en su momento El capital o Así habló Zaratustra para la redefinición de lo que sea “filosofía”. La música no es solamente una actividad estética, es también una institución social (que impone o levanta fronteras entre lo musical y lo ruidoso), y creo que ambos aspectos son inseparables.
El sonido es un índice irrefutable de vida —ya sea orgánica o social—, de “ser”, diría Blanchot, que haría del silencio el grado cero de la existencia. Podríamos decir entonces que la historia del hombre puede entenderse también como la historia de los sonidos producidos y de los sonidos escuchados. ¿Has articulado alguna vez una reflexión política —o la posibilidad o necesidad de ella— sobre la música y el sonido, para entender mejor, o de otro modo, la configuración del hombre actual?
¿El hombre es lo que oye? Había un chiste de El Roto en el cual el protagonista decía: “a mí lo que escucho por la radio me entra por un oído y me sale por la boca”. No hay una sola clase de silencio, sino muchas (hay un silencio asignificativo, “falso”, en el sentido de Cage; hay un silencio vergonzante, el de quien calla haciéndose cómplice de los que hacen gritar de dolor a otros, etc., etc.). Se ha convertido en un tópico periodístico la “falta de silencio” de nuestras sociedades como indicio de su carácter irreflexivo y superficial, como si uno tuviera que ir a alguna parte buscando silencio para poder pensar (se notará que muchos grandes escritores han elaborado su obra en medio de grandes tumultos, en cafés muy concurridos o en mitad del estruendo urbano), y estas excursiones suelen hacerse en vano, no sólo porque sea muy difícil encontrar el silencio, sino porque cuando se encuentra no se le ocurre a uno nada en qué pensar.
Lo Otro viene hacia nosotros —también— en forma de sonido. ¿Qué lugar ocuparía el tema del silencio (y el del sonido) en tu reflexión sobre la alteridad?
Mi sospecha es que, en este sentido, el silencio verdaderamente relevante para nosotros es el silencio que hace la palabra, el que la palabra crea a su alrededor al pronunciarse, al producirse, al sonar. Aquí se aplica el mismo principio que intenté esbozar en mi primera respuesta, y que a veces he llamado principio de la anterioridad posterior. Es decir, que aunque la palabra es primera y el silencio segundo, eso segundo, una vez que se ha oído, ya no puede sentirse sino como estando y habiendo estado ya siempre antes. Es una paradoja que lo que precede a la palabra venga siempre después de ella y por su causa, pero es una paradoja profundamente humana. Sólo los seres que hablan hacen música (sólo ellos pueden entender una discusión como la que mantenemos en esta charla), pero la música invierte en cierto modo la economía de la lengua: produce una cantidad de significante inmensamente superior a la necesaria para la comunicación, pero presenta un déficit inagotable de significado en donde se alojan todas las posibilidades de “dar sentido” y, en este aspecto, de porvenir. No hay nada más extraño ni más otro que la propia voz o, dicho de otro modo, que el descubrimiento de que la voz no es nunca propia, sino que siempre está en el oído del otro.
¿Piensas que sería posible organizar la historia de los filósofos en función de su relación con la música, es decir, de establecer un vínculo determinante del sonido (o los sonidos y músicas) con formas específicas del pensamiento?
Sin duda es posible y, dentro de ciertos límites, sería deseable. Por ejemplo, la relación que Adorno estableció entre Beethoven y Hegel puede ayudar a descubrir aspectos inéditos de uno y de otro, ayudar a leer a Hegel y a escuchar a Beethoven más allá de los tópicos escolares que dominan el aprendizaje de las obras de ambos. Sin duda, hay a veces relaciones puramente “externas” (un filósofo que cita a un músico o al revés), pero merecería la pena profundizarlas. Por ejemplo, ¿por qué Nietzsche se sintió tan fascinado cuando escuchó en Turín la zarzuela La Gran Vía?, ¿por qué escribió Descartes un tratado sobre la música?, ¿por qué decía Deleuze que le hubiera gustado organizar sus cursos de filosofía del mismo modo que Bob Dylan organizaba sus canciones? Tengo la impresión de que deberíamos tomarnos más en serio estas declaraciones aparentemente anecdóticas.
¿Te parece demasiado audaz la idea de una sedimentación histórica, de un residuo de tiempo que se registra y se guarda en el sonido “enlatado” de las grabaciones discográficas?
No se trata de audacia. Lo difícil no es enlatar. Lo difícil es abrir la lata y que lo conservado esté en condiciones de ser apreciado. Recuerdo con mucho afecto el Ensayo sobre el jukebox de Peter Handke. El jukebox parece un artefacto mecánico en el cual la música está enlatada, dosificada y cronometrada, un chisme industrial bastante feo cuyas propiedades acústicas ni siquiera son especialmente recomendables. Sin embargo —eso es lo que Peter Handke enseñaba magistralmente—, cuando se introduce la moneda y el disco empieza a girar, comienza un tiempo que no es ya el tiempo diacrónico o cronométrico, sino un tiempo que no tiene medida precisa y cuyo comienzo y fin dependen de sí mismo. Es absurdo decir que una canción “comienza” a las 22:30 y “acaba” a las 22:32; comienza cuando comienza y acaba cuando acaba. “She’s leaving home” sólo comienza cuando escuchamos “Wednesday morning at five o’clock…” y sólo acaba con “Bye, bye…”, no importa la hora que sea, porque, en cierto modo, siempre es la misma hora: el miércoles por la mañana a las cinco en punto de un tiempo amétrico. Esto es una metáfora de lo que nos sucede en general a los hombres: tenemos tiempo libre, pero siempre enlatado en dispositivos limitados, siempre tenemos que comenzar algo, algo como una melodía o como un tema musical, e intentar acabarlo en el estrecho marco de nuestros jukeboxes y demás artificios de conservación.
¿Qué comentario te despierta la observación que hace Kant en la Crítica del juicio, en donde describe la música como “falta de urbanidad”, como áspera manifestación de la vida de los otros, de la colectividad en fiesta que impone su presencia? Esto debido, según Kant, a la cualidad “aromática” del sonido, que no puede ser limitado físicamente y se extiende, “convidando involuntariamente” —o invadiendo— el espacio privado del individuo kantiano.
Pues creo que Kant tiene toda la razón. La música produce una cierta ebriedad, y emborrachar a otro contra su voluntad siempre es una falta de respeto. La música tiene también un aspecto muy agresivo de autoafirmación de la colectividad que pide —como cierto caudillo alemán— “espacio vital” en detrimento del espacio ajeno. La música es una sustancia peligrosa, y la cuestión de la dosis es aquí oportuna. Tiene algo de infernal, ha de usarse con cuidado.
Carlos Prieto Acevedo e Inti Meza Villarino
http://666ismocritico.wordpress.com/2007/12/07/la-musica-es-una-sustancia-peligrosa-entrevista-a-jose-luis-pardo/
¿Cómo definirías la musicalidad, lo musical, a diferencia de lo que sería pura materia sonora, amorfo flujo de frecuencias y vibraciones?
No creo que haya una definición de “lo musical” (ni de “lo pictórico”, ni de “lo estético” o de “lo artístico”) en términos “esenciales”: la percepción de algo como música es más una cuestión de relación que una cuestión de esencia (de hecho, casi todos los pensadores empiristas, que tienden a otorgar un papel privilegiado a las relaciones, han utilizado para describirlas ejemplos musicales, notoriamente Locke y Hume). Pero percibir algo como música no es simplemente percibir una relación (entre dos sonidos), sino percibir una regla (tentativa) de relación: cuando encuentro un modo de relacionar el antes con el después, cuando encuentro un hilo. Esta sensación de estar buscando un hilo (de sentido) es, probablemente, inherente a la existencia humana y a la estructura de la acción y, por tanto, no creo que primero percibamos un flujo amorfo de frecuencias y vibraciones y después lo enlacemos mediante una regla o un hilo. Más bien, pienso que nacemos ya donde hay hilos, tejidos, reglas, enlaces, canciones. Llegar a percibir el punto en el cual el hilo se rompe, el tejido se rasga y la regla se viene abajo es, probablemente, algo posterior y más elaborado. Aunque, una vez descubierto ese después, no podamos ya pensarlo sino como habiendo estado ya siempre antes de toda canción y de todo hilo.
¿Cuál es tu relación cotidiana con la música?, ¿qué tanto te acompaña?, ¿tienes horarios o lugares preferidos para escucharla?
La música es y ha sido determinante en mi vida. Si no mi primera, fue desde luego mi segunda vocación, aunque mis estudios musicales se vieron rápidamente frustrados, y otras experiencias no tuvieron continuidad, más que nada, me temo, porque mi gran entusiasmo por la música no está compensado por el talento para ella. Como escritor, no soy especialmente maniático, a veces escucho música mientras escribo, pero en general prefiero no hacerlo (la música no me acompaña: me absorbe, me interesa demasiado como para utilizarla como un “fondo”), a no ser que esté escribiendo sobre ella, como últimamente hago.
Las fronteras que separan y distinguen la música del ruido —y de los sonidos cotidianos— han sido brutalmente cuestionadas y poco a poco borradas por las vanguardias sonoras, la experimentación musical, el cine y la propia industria cultural. A esta transformación paulatina del código de la música y del sonido corresponde una transformación del oído como dispositivo ideológico y sensorial. ¿Cómo caracterizarías este nuevo oído, este nuevo escucha, este sujeto auditivo que ha mostrado una inagotable capacidad de sorprenderse, de encontrar el acontecimiento hasta en los más sutiles ruidos de su propio organismo, al grado de hacer de ellos, mediante la tecnología digital, posibles elementos musicales?
La percepción de lo que había de arbitrariedad en las fronteras entre música y ruido fue, en la música “culta”, un efecto del trabajo de John Cage a partir de la década de 1930, y tuvo un resultado muy espectacular, entre otras cosas, porque las fronteras (debido a los protocolos de audición en las salas de conciertos, entre otras cosas) eran muy rígidas. Pero hubo, al menos desde el siglo XIX, otros lugares de Europa y de América en donde la música no estaba separada del ruido como lo estaba en las salas de conciertos: los tugurios de baile afroamericanos y los espectáculos populares (“populares” no significa folklóricos: la cultura popular es un fenómeno característico de las sociedades industriales que no puede confundirse con el folklore de las sociedades tradicionales, aunque en la práctica la cosa no esté tan clara). Creo que la entrada del ruido en la música es sociológicamente inseparable de la entrada de las masas en la historia y, cuando la música popular entró en la era discográfica, la significación de fenómenos como “Revolution 9” o “I am the Walrus” no me parece en ningún sentido menor que la de las piezas “silenciosas” de Cage para David Tudor. El resultado de estos experimentos es una “ampliación de oído” verdaderamente sustancial y revolucionaria, que sin duda tiene tanta importancia para la redefinición de lo que sea “música” como la tuvieron en su momento El capital o Así habló Zaratustra para la redefinición de lo que sea “filosofía”. La música no es solamente una actividad estética, es también una institución social (que impone o levanta fronteras entre lo musical y lo ruidoso), y creo que ambos aspectos son inseparables.
El sonido es un índice irrefutable de vida —ya sea orgánica o social—, de “ser”, diría Blanchot, que haría del silencio el grado cero de la existencia. Podríamos decir entonces que la historia del hombre puede entenderse también como la historia de los sonidos producidos y de los sonidos escuchados. ¿Has articulado alguna vez una reflexión política —o la posibilidad o necesidad de ella— sobre la música y el sonido, para entender mejor, o de otro modo, la configuración del hombre actual?
¿El hombre es lo que oye? Había un chiste de El Roto en el cual el protagonista decía: “a mí lo que escucho por la radio me entra por un oído y me sale por la boca”. No hay una sola clase de silencio, sino muchas (hay un silencio asignificativo, “falso”, en el sentido de Cage; hay un silencio vergonzante, el de quien calla haciéndose cómplice de los que hacen gritar de dolor a otros, etc., etc.). Se ha convertido en un tópico periodístico la “falta de silencio” de nuestras sociedades como indicio de su carácter irreflexivo y superficial, como si uno tuviera que ir a alguna parte buscando silencio para poder pensar (se notará que muchos grandes escritores han elaborado su obra en medio de grandes tumultos, en cafés muy concurridos o en mitad del estruendo urbano), y estas excursiones suelen hacerse en vano, no sólo porque sea muy difícil encontrar el silencio, sino porque cuando se encuentra no se le ocurre a uno nada en qué pensar.
Lo Otro viene hacia nosotros —también— en forma de sonido. ¿Qué lugar ocuparía el tema del silencio (y el del sonido) en tu reflexión sobre la alteridad?
Mi sospecha es que, en este sentido, el silencio verdaderamente relevante para nosotros es el silencio que hace la palabra, el que la palabra crea a su alrededor al pronunciarse, al producirse, al sonar. Aquí se aplica el mismo principio que intenté esbozar en mi primera respuesta, y que a veces he llamado principio de la anterioridad posterior. Es decir, que aunque la palabra es primera y el silencio segundo, eso segundo, una vez que se ha oído, ya no puede sentirse sino como estando y habiendo estado ya siempre antes. Es una paradoja que lo que precede a la palabra venga siempre después de ella y por su causa, pero es una paradoja profundamente humana. Sólo los seres que hablan hacen música (sólo ellos pueden entender una discusión como la que mantenemos en esta charla), pero la música invierte en cierto modo la economía de la lengua: produce una cantidad de significante inmensamente superior a la necesaria para la comunicación, pero presenta un déficit inagotable de significado en donde se alojan todas las posibilidades de “dar sentido” y, en este aspecto, de porvenir. No hay nada más extraño ni más otro que la propia voz o, dicho de otro modo, que el descubrimiento de que la voz no es nunca propia, sino que siempre está en el oído del otro.
¿Piensas que sería posible organizar la historia de los filósofos en función de su relación con la música, es decir, de establecer un vínculo determinante del sonido (o los sonidos y músicas) con formas específicas del pensamiento?
Sin duda es posible y, dentro de ciertos límites, sería deseable. Por ejemplo, la relación que Adorno estableció entre Beethoven y Hegel puede ayudar a descubrir aspectos inéditos de uno y de otro, ayudar a leer a Hegel y a escuchar a Beethoven más allá de los tópicos escolares que dominan el aprendizaje de las obras de ambos. Sin duda, hay a veces relaciones puramente “externas” (un filósofo que cita a un músico o al revés), pero merecería la pena profundizarlas. Por ejemplo, ¿por qué Nietzsche se sintió tan fascinado cuando escuchó en Turín la zarzuela La Gran Vía?, ¿por qué escribió Descartes un tratado sobre la música?, ¿por qué decía Deleuze que le hubiera gustado organizar sus cursos de filosofía del mismo modo que Bob Dylan organizaba sus canciones? Tengo la impresión de que deberíamos tomarnos más en serio estas declaraciones aparentemente anecdóticas.
¿Te parece demasiado audaz la idea de una sedimentación histórica, de un residuo de tiempo que se registra y se guarda en el sonido “enlatado” de las grabaciones discográficas?
No se trata de audacia. Lo difícil no es enlatar. Lo difícil es abrir la lata y que lo conservado esté en condiciones de ser apreciado. Recuerdo con mucho afecto el Ensayo sobre el jukebox de Peter Handke. El jukebox parece un artefacto mecánico en el cual la música está enlatada, dosificada y cronometrada, un chisme industrial bastante feo cuyas propiedades acústicas ni siquiera son especialmente recomendables. Sin embargo —eso es lo que Peter Handke enseñaba magistralmente—, cuando se introduce la moneda y el disco empieza a girar, comienza un tiempo que no es ya el tiempo diacrónico o cronométrico, sino un tiempo que no tiene medida precisa y cuyo comienzo y fin dependen de sí mismo. Es absurdo decir que una canción “comienza” a las 22:30 y “acaba” a las 22:32; comienza cuando comienza y acaba cuando acaba. “She’s leaving home” sólo comienza cuando escuchamos “Wednesday morning at five o’clock…” y sólo acaba con “Bye, bye…”, no importa la hora que sea, porque, en cierto modo, siempre es la misma hora: el miércoles por la mañana a las cinco en punto de un tiempo amétrico. Esto es una metáfora de lo que nos sucede en general a los hombres: tenemos tiempo libre, pero siempre enlatado en dispositivos limitados, siempre tenemos que comenzar algo, algo como una melodía o como un tema musical, e intentar acabarlo en el estrecho marco de nuestros jukeboxes y demás artificios de conservación.
¿Qué comentario te despierta la observación que hace Kant en la Crítica del juicio, en donde describe la música como “falta de urbanidad”, como áspera manifestación de la vida de los otros, de la colectividad en fiesta que impone su presencia? Esto debido, según Kant, a la cualidad “aromática” del sonido, que no puede ser limitado físicamente y se extiende, “convidando involuntariamente” —o invadiendo— el espacio privado del individuo kantiano.
Pues creo que Kant tiene toda la razón. La música produce una cierta ebriedad, y emborrachar a otro contra su voluntad siempre es una falta de respeto. La música tiene también un aspecto muy agresivo de autoafirmación de la colectividad que pide —como cierto caudillo alemán— “espacio vital” en detrimento del espacio ajeno. La música es una sustancia peligrosa, y la cuestión de la dosis es aquí oportuna. Tiene algo de infernal, ha de usarse con cuidado.
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