Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
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Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
En los años cincuenta del siglo pasado surgió un género musical que desde su nacimiento se asoció a la crisis social y de valores en los países más desarrollados de Occidente, sentida de manera particular por los jóvenes: el rock. Junto con las experiencias propiciadas por el uso de las drogas y la liberación sexual, el rock mostraba, en palabras del autor, que «había vida más allá del trabajo, fuera del instituto, y lejos del sofá frente al televisor».
Pero no se quedó ahí, y muy pronto el rock se convertiría en la banda sonora de las rebeliones que se sucedieron durante los años sesenta contra el mundo de la mercancía. La revolución y la diversión caminaban juntas, adquiriendo la primera una dimensión lúdico-popular, y la segunda un carácter subversivo.
Vencidas aquellas revueltas, y convertido el propio rock en un producto más para el consumo de masas, desde entonces ninguna otra música «logró expresar las esperanzas universales de libertad y autorrealización como el rock de aquella época; ninguno enseñó tanto a desaprender, ni desafió tan eficazmente al orden, ni alentó tanto tiempo la protesta».
ROCK PARA PRINCIPIANTES
Estremécete, repica, rolea
Hablamos propiamente de rock cuando nos referimos a un estilo musical determinado creado por la subcultura juvenil anglosajona que se extendió como aceite sobre agua en todos los países donde las condiciones modernas de producción y consumo habían sobrepasado un cierto nivel cualitativo, es decir, donde el capitalismo había alumbrado una sociedad de masas. El fenómeno cuajó primeramente en los Estados Unidos durante la última posguerra mundial, el país capitalista más desarrollado, desde donde pasó a Inglaterra, para volver como un boomerang al país de origen irradiando su influencia por todas partes, amueblando y cambiando de diferentes maneras la vida de las gentes. Para aproximarnos al rock sin equívocos tendríamos antes que repasar los conceptos de subcultura, música y juventud.
La palabra “subcultura” hacía referencia a las conductas, valores, lenguajes y símbolos de un entorno diferenciado - étnico, geográfico, sexual o religioso - dentro de la cultura dominante, que era y es, por supuesto, la cultura de la clase dominante. A partir de los sesenta, una vez operada desde arriba la separación entre la cultura de elites, reservada a los dirigentes, y la cultura de masas, hecha para uniformizar a los dirigidos, idiotizarles el gusto y brutalizar los sentidos - entre la high culture y la masscult, según la terminología de Dwight McDonald - el término expresará más bien estilos de vida consumista alternativos, de alguna forma reflejados en la música que en principio se llamó “moderna” y luego pop.
El mecanismo de identificación que producía la subcultura juvenil era efímero, pues quedaba contrarrestado por el carácter pasajero de la juventud. En esa etapa volátil de la vida, sin responsabilidad ni función económica, con un proletariado que no daba señales de lucha, la noción de subcultura se podía confundir perfectamente con la de moda, y la de libertad, con la de look. El papel de los medios de comunicación, que apenas se ocupaban de las subculturas tradicionales, será decisivo en la difusión de las modas juveniles. En ellas se ocultaba una realidad más preocupante. Si bien la oposición al mundo adulto se mostraba como crisis generacional, se trataba en realidad de una crisis social irresuelta. Sin embargo, sucedió que la “eterna crisis de la juventud” acabó confluyendo con otros tipos de crisis -estudiantil, laboral, racial, política- forjando una auténtica opción ética, artística y social a los valores y maneras de la dominación. El rock fue su banda sonora. Ya no se la podía llamar subcultura, pues no buscaba acomodo dentro de la cultura dominante tal como habían hecho los estilos precendentes – por ejemplo, los de las bandas de barrio y de moteros en los Estados Unidos, o los de los teddy boys y mods en la Gran Bretaña - sino que la subvertía y trataba de derrocarla: era una verdadera “contracultura”, algo mucho peor, porque no sólo era cosa de jóvenes.
Por otra parte, la pop music tiene que ver muy poco con lo que se entiende por música. Bien que técnicamente se la pueda considerar una organización de sonidos en el tiempo, no estábamos ante un arte, sino más bien ante un producto de la industria del ocio, una mercancía del show bussiness. Traduciremos el término por “música ligera” en contraposición a la gran música o música genuina, que por aquel entonces pasó a denominarse “clásica”. Se caracterizaba por la simplificación y la estandarización; estaba hecha para acompañar el baile y servir de pasatiempo y evasión. Sus piezas eran cortas, repetitivas y sincopadas, predecibles, sin pretensiones estéticas. No pretendían revelar la esencia de la realidad al nivel inmediato, tal como haría el arte, sino animar y distraer. Aspiraban a entretener, no a desafiar lo establecido. Así pues, era una música para pasarlo bien y matar el tiempo, para consumir y no pensar. Música que hacía de caballo de Troya de la razón mercantil en la vida cotidiana. Theodor W. Adorno dijo que “divertirse significa estar de acuerdo” y fundamentalmente era eso: las tonadas de baile representaban musicalmente sublimados los ritmos del trabajo y del malvivir cotidiano. Promovían el conformismo más que la rebeldía. La cultura de masas de la que formaban parte tampoco era propiamente una cultura sino una industria particular que prendía en la vida cotidiana a través de la comunicación de masas. Quien mandaba en los medios dominaba en dicha cultura que, lejos de iluminar y agudizar las contradicciones de la sociedad capitalista, las enturbiaba y difuminaba volviéndolas soportables. Era la característica principal del nuevo capitalismo basado en el consumo, o sea, en la industrialización del vivir. Pues bien, aunque la pop music no fuera ninguna expresión de la situación social de la clase explotada, pudo en un momento dado y bajo determinadas circunstancias, transformarse en vehículo de las exigencias de libertad manifestadas por el sector de la población menos amaestrado y más sensible a la crisis, los jóvenes. Llegó a ser pues portadora de verdad, que, de acuerdo con Hegel, también es belleza, y a manifestar espontaneamente, de forma subjetiva e incompleta, apelando a los sentidos – o a las ”buenas vibraciones” - más que a la razón, el espíritu de la revolución social moderna.
En tercer lugar, la juventud, ese periodo entre la infancia y la vida adulta, más largo en los hijos de burgueses, cortísimo en los hijos de trabajadores, no tenía nada de particular en el capitalismo clásico. Era un periodo de iniciación a la vida “responsable” donde no acampaban otros principios ni otros gustos más que los establecidos. El descubrimiento de una juventud rebelde y conflictiva que cuestionaba las reglas del mundo de los mayores fue traumático tanto para la clase dominante como para las clases resignadas, pues ambas eran patriarcalistas. Un medio de comunicación como el cine permitió por un tiempo a algunos creadores intelectualmente honestos dejar de trasmitir los mensajes del poder y tratar alguno de los desagradables aspectos de la cruda realidad. La segunda guerra mundial fue seguida por la “guerra fría”, una época de tensión política exacerbada por la fabricación rusa de la bomba atómica, la subida al poder en China de Mao Zedong y el inicio de la guerra de Corea, acontecimientos que desencadenaron en los Estados Unidos una ola de patriotismo y anticomunismo bien aprovechada por el senador Joseph McCarthy, organizador de una “caza de brujas” que alcanzó de lleno el trabajo intelectual y artístico. Los años del “macartismo”, entre 1950 y 1956, fueron nefastos para las libertades formales que habían regido la cultura de un Estado que, al convertirse en primera potencia mundial, se sentía amenazado en su interior.
En ese clima sofocante, cualquier muestra de disidencia era tachada de comunista y tratada con contundencia. En el cine, la condición obrera era tabú; los sindicalistas no podían aparecer sino como mafiosos, y los héroes, como delatores, tal como enseñaba la película de Elia Kazan “La ley del silencio.” La cuestión racial no se llegó a plantear al gran público hasta 1960 con “El Sargento negro”, de John Ford, y la novela de Harper Lee “Matar a un ruiseñor”, llevada a la pantalla en 1962. Sin embargo, el problema juvenil, ignorado por los nuevos inquisidores, accedió a la publicidad sin grandes cortapisas. En 1953 se exhibía en las salas de cine “El salvaje”, de Laszlo Benedek, que trataba de un hecho verídico: la invasión de un pueblo apacible por una banda de motoristas violentos con ganas de juerga. El contraste entre el apego al orden de los vecinos y la conducta irrespetuosa y carente de normas de los jóvenes moteros llegaba al clímax cuando a la pregunta de contra qué se rebelaban, el protagonista, encarnado por Marlon Brando, contestaba: “contra todo”. El nihilismo del mensaje escandalizaría a los dirigentes; la firma “Triumph” protestó por la mala imagen que se confería a sus motos y el gobierno inglés no permitió la exhibición de la película hasta 1967 y eso ¡en salas X! En 1955 un segundo film titulado “Rebelde sin causa”, dirigido por Nicholas Ray, daría una vuelta de tuerca al tema, llevándolo de los márgenes al centro de la sociedad americana: un joven de clase media, interpretado por James Dean, agobiado e insatisfecho, perdido en un medio social que no entendía ni quería entender porque lo encontraba absurdo, reaccionaba permitiéndose cualquier cosa, sin motivo aparente, sólo “porque algo había que hacer.” La imagen de un adolescente violento y desamparado, convencido de que no había futuro que valiese la pena y de que sólo restaba vivir el instante intensamente como si uno fuera a morirse ese mismo día, dando la espalda al mundo adulto insensible a su desasosiego, reflejaba la decadencia moral de una sociedad clasista que en lugar de respuestas ofrecía dólares. La vieja generación, satisfecha y resignada, incapaz de ver otra cosa fuera de sí misma, se había vuelto extraña para la nueva. El cuadro quedó completo con Blackboard jungle, de Richard Brooks, también estrenada en 1955, que en España se llamó “Semilla de maldad”. La escena transcurría en un instituto de barrio, donde jóvenes de hogares obreros, que ahora diríamos “desestructurados”, atrapados en un sistema de enseñanza que no les iba a ser de ninguna utilidad para la vida dura que les esperaba al cumplir los dieciocho años, la emprendían contra los profesores y la escuela. La indisciplina y la delincuencia era la respuesta a la falta de perspectivas y el destino reservado a los perdedores. El detalle musical marcará la diferencia con los dos films anteriores. La banda sonora de “El salvaje” era jazz y la de “Rebelde sin causa” estaba hecha por un compositor de música dodecafónica discípulo de Schömberg. En cambio, en “semilla de maldad” los alumnos destrozaban la colección de discos de jazz del profesor de matemáticas porque esa música no les decía nada. Lo que querían escuchar eran canciones como Rock around the clock de Bill Halley, catapultada al éxito por la película. Había nacido un nuevo estilo, desconocido por los padres, pero que hacía furor entre los hijos, el rock and roll, signo pues de una crisis generacional profunda, o mejor, de una crisis social seria sentida mayoritariamente por los jóvenes.
El blues del verano no tiene cura
En una ocasión, Willie Dixon, músico, compositor e intérprete de blues, dijo más o menos eso: “El blues fue el árbol. El resto son los frutos.” Había sintetizado en una frase clara la historia del rock. El rock and roll fue cosa de negros. Lo había creado en 1955 un guitarrista de rhythm and blues llamado Chuck Berry, al grabar y triunfar con Maybelene, la adaptación de una canción country. El rock nacía pues, como todo el mundo sabe, de una fusión entre rhythm’n’blues y música “paisana”, que es lo que significa “country”. Elvis Presley había grabado un año antes That’s allright mama, pero al parecer nadie se dio por enterado. ¿Cuáles eran las condiciones que habían hecho posible su aparición? En primer lugar, evidentemente, la crisis social y moral antes aludida, manifiesta principalmente en la juventud. En segundo lugar, la música de una minoría discriminada, la afroamericana. En 1947 el periodista Jerry Wexler había bautizado como rhythm’n`blues un nuevo estilo de boogie más conocido entre sus intérpretes como jump blues, que pegaba duro en las listas de éxitos “de raza” y tenía la particularidad de atraer a compradores blancos de discos. En 1951, un programa juvenil de radio de Cleveland trasmitió esa música llamándola rock’n’roll, expresión que solía aparecer en las letras de los blues acelerados. Los jóvenes blancos habían descubierto todo un mundo en la música negra.
Cuenta John Sinclair en su libro Guitar Army que los músicos negros fueron los “jinetes de la libertad” que se introdujeron en los hogares blancos y sedujeron a sus retoños atacando todos los tabúes. Los hijos entonces se sintieron mucho más cerca de la gente de color que de sus padres. Su música les enseñaba una nueva manera de amar y comportarse, más desinhibida, más fraternal y, sobre todo, mucho más erótica; les mostraba una sexualidad abierta y, lo que era intolerable, les incitaba a fumar hierba. Había vida más allá del trabajo, fuera del instituto y lejos del sofá frente al televisor. De hecho esa era la verdadera vida, la que, dicho filosóficamente, borraba la distinción entre el sujeto y el objeto. El rock’n’roll era más que entretenimiento; era la música del rechazo; rechazo de la moral hipócrita y de la cultura oficial. Al poner el acento en el ritmo antes que en la armonía, hacía sentir mejor el antagonismo entre la pasión de vivir y el aburrimiento cotidiano, de la que los jóvenes trataban de salir mediante la violencia y la transgresión, pero sin llegar a vislumbrar la situación de forma objetiva y racional. Era la música del desarraigo, del despertar, del movimiento, pero no de la catarsis revolucionaria. La identidad juvenil que proporcionaba no bastaba para provocar un cambio social, pero apuntaba tímidamente hacia él. Una contradicción impedía la toma de conciencia social.
La juventud rebelde despreciaba el trabajo, pero consumía: negaba el mostrador y la fábrica, pero no la mercancía, así que al buscar una identidad basada en la música, la ropa o la moto, se encontraba simplemente con una imagen cuyo contenido era su valor de cambio. La juventud era realmente un mercado nuevo, en expansión. Tengamos en cuenta que el rock’n’roll, su estandarte musical, no dejaba de ser un producto de la industria cultural, de las listas de éxitos, de las compañías discográficas nuevas, como Modern, Atlantic, Chess o Sun Records, del cine y la radio; de los últimos inventos de la tecnología musical, los discos de 45 rpm y los de 33 1/3 rpm, las gramolas, los tocadiscos, los amplificadores. Esa era la tercera condición que llevó el rock al bar, a la sala de estar y al cuarto de dormir, es decir que la introdujo en la vida cotidiana. Por primera vez, se podía escuchar música a cualquier hora, en cualquier sitio y a todo volumen, una música cuyo instrumento principal era la guitarra, no el piano o la voz. Para Leni Sinclair, la mujer de John, “el punto de inflexión de la civilización occidental se alcanzó con la invención de la guitarra eléctrica.” Fue el instrumento del cambio. Las primeras Gibson y Fender se convirtieron en fetiches fálicos aptos para componer frases musicales cortas o riffs como las de aquel memorable blues eléctrico Manish boy, grabado en 1955 por Muddy Waters. La guitarra volvía innecesaria la orquesta; a lo sumo tres o cuatro músicos eran suficientes para el acompañamiento. Chuck Berry y Bo Diddley fueron los primeros rockeros que escribían sus propias canciones para la guitarra puesto que no sabían tocar otro instrumento; sirvieron de modelo a sus imitadores blancos y les proporcionaron manifiestos como la muy emblemática Rock and roll music y el Who do you love? Uno de ellos, Buddy Holly, se hizo acompañar por una guitarra rítmica, un bajo y una batería, creando el cuarteto básico que modelaría la mayoría de grupos de pop rock de los sesenta. Otros artistas afroamericanos como Little Richard y Larry Williams, por ejemplo, sin ir más lejos, en Lucille y Bonnie Moronie, mostraron el camino prohibido de la sensualidad; Elvis Presley hizo el resto. Tenía la ventaja de ser blanco en una sociedad racista que difícilmente toleraba el éxito de los negros, por lo que su personaje fue determinante en el ascenso y posterior caída del rock.
El rock conservaba una cierta autonomía creativa que lo protegía de la manipulación por el espectáculo, pero eso duró poco. El show bussiness creció lo suficiente para anular su poder negativo y obligarle a mantener una relación cordial con el orden establecido. A partir de 1957 el rock’n’roll fue corrompiéndose y transformándose íntegralmente en montaje. La actitud rebelde fue sustituida por una identidad gregaria que conformaba un público obediente al dictado de la moda en lugar de un sujeto colectivo autónomo. Un montón de “ídolos” adolescentes, bien peinados, vestidos con corrección y melífluos, entonaban coplas rutinarias y sensibleras que, junto con la moda de los bailes que debutó con el twist, dominaron la escena lo menos hasta la aparición de los Beatles. El rock volvía al redil de la pop music comercial, divertida y fiestera, ocultando las desigualdades sociales, la angustia y la insatisfacción, moderando su lenguaje para hacerlo agradable al gusto dominante, el gusto de la dominación. Adorno dijo que “la diversión es la prolongación del trabajo en el capitalismo tardío.” Pues bien, de piedra en el zapato de la cultura masificada, el rock pasaba a rito de iniciación de la juventud en el sistema capitalista. Elvis volvió de la mili cambiado, hecho una grotesca caricatura de sí mismo. Viva las Vegas no era lo mismo que Heartbreak hotel o Jailhouse rock. Las figuras principales se eclipsaron; en febrero de 1959 Buddy Holly y Richie Valens se estrellaron en una avioneta; un año más tarde Eddie Cochran se mató al chocar su automóvil contra una farola. “Vive rápido, muere jóven y deja un bonito cadáver”, había dicho hacía mucho Bogart en la película de Nicholas Ray “Llamad a cualquier puerta.” El rock había quemado su momento y estaba literalmente muerto, pero el difunto no tuvo tiempo de descansar. Un paso adelante en el negocio tuvo la virtud de ser un paso adelante en la contradicción al surgir de la nada una nueva música menos complaciente: una segunda generación de jóvenes encontró en ella estímulos suficientes para no encerrarse en la mera identidad y continuar la batalla contra el viejo mundo, más preparado para enfrentarse con una crisis de mayor calado incubada en el periodo precedente, pero también más descompuesto, más irracional y más inadmisible. Entrada la década de los sesenta, el rock recuperó el elemento de libertad subjetiva perdido que le situó de nuevo en la antítesis de la cultura estatista de masas.
Realmente me has cazado
En lo que concierne al rock, al empezar los sesenta, la escena americana contaba con nuevos aportes. Por un lado, se disponía de una nueva progenie de arreglistas, ingenieros de sonido y compositores pop talentosos. Por el otro, el rhythm’n’blues había adquirido complejidad hasta desembocar en la música soul, una de cuyas versiones suavizadas para blancos, la música del sello de Detroit Tamla Motown, había adquirido una espectacular notoriedad. Canciones como Dancing in the streets o Louie, Louie se volvieron imprescindibles en cualquier party o guateque. Finalmente, resurgió el folk de la mano de Woody Guthrie, el que llevaba grabada en la guitarra la inscripción “esta máquina mata fascistas”, y de Pete Seeger, el de We shall overcome. Maridado con el radicalismo ideológico dio lugar a la “canción protesta”, idónea para interpretarse en las marchas pacifistas de la época en pro de los derechos civiles y contra la segregación racial. Una larga lista de cantautores comprometidos se dieron cita en las luchas sociales emergentes, pero Bob Dylan, el que menos se prestó a figurar políticamente, fue a mucha distancia el de mayor influencia. Algunas de sus canciones, de Blowin’ in the wind a Like a rolling stone, pasando por The times are a-changin’ e It’s all over now, baby blue, llegaron a ser himnos imperecederos. Pero lo que realmente revolucionó la escena musical fue su aparición tormentosa en el festival de Newport de 1965 con la guitarra Stratocaster en lugar de la acústica, junto a Mike Bloomfield y Al Kooper. Cuando empezaron a sonar los primeros acordes de Maggie’s farm parecía que actuaba una banda de blues de Chicago. Su música tendía puentes con el rock sesentero, tal como Jimi Hendrix, Manfred Mann, Julie Driscoll, The Band y especialmente los Byrds se encargaron de proclamar, o incluso con el pop meloso de los Walker Brothers, y llevaba el espíritu contestatario más allá de los circulos universitarios politizados amantes de la canción folk. Sus canciones no deleitaban, pero sorprendían porque chocaban con todas las convenciones. No estaban hechas para consumirlas, sino para fijarse en ellas, en su poesía y en su mensaje. La poesía de Dylan enlazaba con la obra de los escritores de la generación beat como Kerouac y Burroughs, que empezaba a ser conocida. El poeta Allen Ginsberg hizo de puente. El folk elevó al máximo la supremacía de la letra sobre la música y encaminó a su audiencia hacia la crítica social. Al encontrarse con el rock lo politizó, volviéndolo herramienta del inconformismo.
En la Europa en reconstrucción, la crisis social que acaecía en América se mantenía larvada, aunque dando sobradas muestras de vida. En lo que concierne al Reino Unido, las novelas Absolute beguinners, de Colin McInes, La soledad del corredor de fondo, de Alan Sillitoe y Baron´s court, all chance, de Terry Taylor, introducen en los sesenta mejor que cualquier análisis sociológico. La abundancia de trabajo proporcionó dinero a los jóvenes de los suburbios que gustosamente lo gastaban en ropa, zapatos, motos y discos de blues, rhytm’n’blues, soul y rock’n’roll. El consumo se extendió a los adolescentes quinceañeros favorecido por la televisión, que desplazaba a la radio en la comunicación de masas. Los músicos negros, todavía maltratados en su país, viajaban con gusto a Inglaterra, donde eran tratados como genios y los conjuntos musicales se complacían en arroparles e imitarles. Sobre esa base creció rápidamente el rock británico, representado por grupos de cuatro o cinco miembros antes que por solitarios guitarristas con aire de inadaptado, al estilo americano. En el trasplante el rock había perdido sus raíces rurales y se había vuelto enteramente urbano. En 1963, uno de aquellos grupos, los alegres y simpáticos Beatles, se convirtió de la noche a la mañana en un fenómeno de masas nunca visto, al que los medios llamaron la “beatlemanía.” El precedente más cercano, Elvis, quedaba ampliamente superado. “Sencillos” con canciones de letra facilona como Please, please me, o como She loves you o I want to hold your hand, todos del mismo año, se vendieron en cantidades inimaginables. Al año siguiente, otro grupo, éste con una imagen desaliñada y agresiva, los Rolling Stones, añadieron leña al fuego. Su música era más cañera, sus letras más provocadoras, su actitud más contraria a las buenas costumbres. Si los Beatles representaban el Ying del rock británico, los Stones eran el Yang. Los “fans” de los primeros eran estudiantes de secundaria, teenagers adictos a la moda, a las revistas ilustradas y a los programas de la tele, dados a apelotonarse a miles al paso de sus ídolos gritando como posesos, lo que realmente asombraba al mundo. El espectáculo de masas de críos histéricos era demasiado tentador para un medio como la televisión, y un reportaje al respecto repercutió enormemente en los Estados Unidos, determinando la visita de los Beatles. En febrero de 1964, su participación en el show de Ed Sullivan fue vista por 74 millones de personas, o sea, por la mitad del país.
La puerta quedaba abierta para todos los conjuntos: los Rolling Stones primero, luego los Animals, los Yardbirds, los Kinks, los Who, Hollies, Spencer Davis, Them y tantos otros, fueron desembarcando al otro lado del Atlántico y revolucionando la forma de tocar y de pensar con su reinterpretación de la música negra. De rebote, las puertas británicas y europeas se habían abierto para bluesmen geniales casi ninguneados en América por ser negros, como John Lee Hooker, Sonny Boy Williamson, Howlin’ Wolf, Muddy Waters, Willie Dixon, etc. Cualquier grupo inglés de rock consideraba un honor actuar al lado de tan inigualables maestros sin los cuales literalmente nunca hubieran existido (los Rolling Stones que ya debían su nombre a un tema de Muddy compuesto por Dixon, grabaron su segundo o tercer álbum en Chess Records en 1964, y escogieron a B.B. King, el que llamaba a todas sus guitarras “Lucille”, como acompañamiento de gala en su gira estadounidense de 1969.) Mientras tanto, la música pop británica recibía un fortísimo impulso al intentar limitar su alcance el conservadurismo que dominaba entre los ejecutivos de los medios de comunicación, lo que determinó la aparición de emisoras piratas instaladas en barcos que emitían rock las veinticuatro horas del día. El mejor ejemplo fue quizás Radio Caroline, nacida en marzo de 1964. Tres años después, en otro escenario bastante diferente, el del “Verano del Amor” de San Francisco, California, aparecería la primera “radio libre”, experimento destinado a tener larga vida.
La llamada “Invasión Británica” desencadenó una oleada de bandas de “garaje” que por primera vez tenían público y, por lo tanto, mercado. El rock volvía a sus orígenes contestatarios dando voz a los disconformes. El éxito de un tema como Satisfaction no tiene otra explicación. Dos detalles extramusicales contribuyeron a ello. Hacia Europa, el hábito del hachís, hierba medicinal que fomentaba la sociabilidad; los Beatles se fumaron su primer puerro en un hotel de Nueva York invitados por Dylan. Hacia America, los cabellos largos; eran lo que más escandalizaba a los americanos de orden, hasta el punto de que, como sostuvo Jerry Rubin en Do it!, las melenas serían a los blancos rebeldes lo que la piel a los negros. También había un lado malo en todo eso; el rock había empujado la industria cultural a cotas más altas, generando grandes beneficios, como prueba el reconocimiento que estaba obteniendo de las jerarquías, simbolizado en la concesión a los Beatles de la medalla del Imperio Británico. En Europa nunca se libraría de los imperativos comerciales, pero otra cosa eran los Estados Unidos, escenario privilegiado de la revuelta contra la sociedad de consumo.
De nuevo en ruta
La marcha de Washington de agosto de 1963 en pro de los derechos de los negros tuvo tal repercusión que en menos de un año, a pesar del asesinato del presidente Kennedy, se aprobaba una ley que sobre el papel ponía punto final a la discriminación racial. Sin embargo, la discriminación económica y social se mantenía, protegida por la policía blanca, tal como denunciaba el predicador Malcolm X, asesinado en febrero de 1965, o tal como ilustraron los disturbios de Watts en agosto del mismo año, que motivaron a Frank Zappa una canción sobre los días en que a los no negros les molestaba ser blanco, Troubles comin’ every day, publicada luego en el álbum de los Mothers Freak out! La necesidad de defenderse condujo a una radicalización de los afroamericanos, creándose en octubre de 1966 el partido de los Panteras Negras. El renacimiento del orgullo negro y las nuevas tácticas de autodefensa influyeron enormemente en los rebeldes blancos de los sesenta. Por otra parte, la lucha pro derechos se veía reforzada por la oposición a la guerra del Vietnam. Al rebelarse contra la guerra los jóvenes protestaban contra la sociedad que la había provocado, denunciando los intereses de clase que se escondían tras ella. Las exigencias de igualdad de razas, paz, libre diálogo, despenalización de las drogas o sexo sin trabas, combatía una moral hipócrita hecha para defender la desigualdad, la explotación, el autoritarismo político y la familia patriarcal, bases del sistema.
Si el anarquismo y el marxismo en sus múltiples versiones no bastaban para explicar la moderna revuelta, en cambio el budismo zen, propugnado por automarginados sociales no violentos que empezaron a llamar hippies, - en el sentido de bohemios, seguidores de la tradición beat y lectores de Alan Watts - ofrecía maneras de descolgarse del sistema, interior y exteriormente, y de buscar al mismo tiempo la armonía con el universo, maneras que casaban mal con la idea de revolución predicada por dichas ideologías. Esa contradicción podía soportarse en los momentos de ascenso de la crisis, cuando su agudización se supone que debía conducir a perspectivas teórico-prácticas menos confusas y más eficaces. La expansión del maoísmo, el fanonismo y el guevarismo, producto de la identificación de los contestatarios con los falsos enemigos del sistema, a saber, la China comunista, el régimen de Castro y los movimientos de liberación nacional, se encargaría de impedir que la confusión se disipase. Hubo músicos como Country Joe que cayeron en la trampa, al llamarse así en honor al nombre de guerra usado por Stalin; o como Joan Baez, que homenajeó a La Pasionaria, la peor escoria estalinista; pero hubo otros que no, por ejemplo, el irónico Frank Zappa, quien se refirió a izquierdistas y derechistas como gente “prisionera de la misma estrechez mental superficial y afónica.”
Por otro lado, para muchos la experiencia espiritual superaba la experiencia política. Por la misma razón, la liberación social se reducía a “liberar la mente” tal como lo había indicado William Blake en “Las bodas del cielo y el infierno”, poema sacado a colación en 1954 por el ensayista Aldous Huxley: “Si las puertas de la percepción fueran depuradas, todo aparecería ante el hombre tal cual es, infinito.” La lectura del libro de Huxley sobre sus experiencias con el peyote, The Doors of perception, llevó a Jim Morrison a llamar a su grupo “las Puertas.” El mismo Morrison comentaría el impulso que le llevaría a explorar aquello que entendía por límites de la realidad: “Yo solía pensar que todo era una gran broma, algo para reírse de ello. Conocía algunas personas que estaban haciendo algo, intentando cambiar el mundo. Yo quería unirme al viaje.” La maría, el ácido lisérgico, la mescalina y los mantras se prestaban más a ese tipo de cambio liberador entendido como un “viaje” mental, que los métodos clásicos de agitación. Por eso el buen rollo ritual de los festivales era preferible a las marchas de protesta. La prensa contracultural hablaba de un “nuevo concepto de celebración” emergiendo desde el interior de las personas de tal modo que la revolución podía concebirse como “un renacimiento de la compasión, la conciencia, el amor y la revelación de la unidad de todos los seres humanos.” El rock tomó esta senda. El LSD, todavía legal, popularizado por Timothy Leary, los Merry Pranksters o Bromistas de Ken Kesey ( el de Alguien voló sobre el nido del cuco) y Neal Cassady (el Dean Moriarty de En el camino), producido en grandes cantidades y repartido gratuitamente en las grandes reuniones festivas hippies, fue el vehículo al que subieron músicos y oyentes, al principio no demasiado diferenciados, puesto que el ambiente comunitario era lo característico.
Los Grateful Dead, la muerte que anuncia el renacimiento – por eso es agradecida - eran “el grupo” de los hippies por excelencia. En The Electric-Kool-Aid Acid Test, Tom Wolfe describió por boca de otros “¡el insólito sonido de los Grateful Dead! ¡Agonía en éxtasis! Un sonido... submarino, la mitad de las veces turbio, tremendamente fuerte pero como generado bajo una catarata, y al mismo tiempo lleno de una especie de espectral sonido vibrato, como si cada cuerda de sus guitarras eléctricas midiese treinta metros y todas ellas vibraran en una sala llena de gas natural, amén del gran órgano eléctrico Hammond, que suena como un Wurlitzer de cinematógrafo, un artilugio diatérmico, un aparato de radioaficionado, un camión de la basura con trituradora a las cuatro de la madrugada, todo en la misma frecuencia...” Con ironía, Eric Burdon dedicaría una canción a la Sandoz, la multinacional que fabricaba el ácido (hoy Novartis.) En enero de 1966 despegó la psicodelia con You’re gonna miss me de la banda de garaje 13th Floor Elevators, los primeros en calificar su música así, hecha a base de alucinógenos. Nótese que la M de marihuana era la treceava letra del alfabeto. Sin embargo, la droga no podía figurar en la letra de las canciones; así por la misma época, otra banda pionera, The Charlatans, vio como su casa de discos desechaba su versión de “Codine”, de la cantautora folk Buffy St Marie, por tratar de la adicción a la codeína. La nueva filosofía fue sintetizada por Timothy Leary en el gran encuentro hippie de enero del 67 en el Golden Gate Park de San Francisco, el Human be-in, con una frase mágica: “Conéctate, sintoniza, pasa de todo.”
El ácido fue el ingrediente que permitió fusionar el rock, el folk, el blues, el soul, el free jazz y el country, produciendo la música de la revolución americana. Expulsó la negatividad de la frustrada clase media urbana, dando a los fugitivos del bienestar que provenían de ella una visión positiva del futuro, simplista, pero que parecía funcionar en colectivos homogéneos no demasiado grandes parasitando las sobras del imperio. El radical yippie Abbie Hoffman levantó acta en el libro titulado expresamente “Róbame” de unos cientos de experiencias alternativas funcionando fuera de los circuitos del dinero. Los músicos, tanto británicos com americanos, buscaron nuevas sonoridades para expresar los estados inexplorados de la mente. Para expresarlos, las canciones de dos o tres minutos eran inservibles, así como los discos pequeños de 45 rpm; los grandes de 33 revoluciones eran más adecuados.
En 1966 salieron Good vibrations de los Beach Boys como parte de un LP inconcluso; Paint it black, en la versión americana del álbum Aftermath de los Rolling Stones; y el disco de larga duración de los Beatles Revolver; estos últimos, deseosos de una imagen menos frívola habían abandonado su línea pop y renunciado a dar más “conciertos.” La tecnología contribuyó bastante a la experiencia sonora. Los estudios de grabación permitían toda clase de mezclas. Las cajas llamadas pedales porque se encendían y apagaban con el pie creaban nuevos efectos de guitarra, bien modulando el sonido como el wah wah, bien distorsionándolo como el fuzz. Un ejemplo de ambos son respectivamente el Vodoo chile y el Purple haze, de Jimi Hendrix. El melotrón, precedecesor de los samplers, permitía reproducir por teclado sonidos previamente grabados en cinta (las trompetas de Strawberry fields forever son obra suya.) Podíamos añadir a la lista diversos instrumentos como violínes eléctricos, guitarras de doce cuerdas, teclados diversos, theremin, banjo, sitar, bongos, botellas, etc., que pusieron su grano de arena en la forja del rock psicodélico. Hubo una banda, Lothar and the Hand People, compositor de un insólito Space hymn, que llegó a colocar al sintetizador Moog (“Lothar”) como cabeza de grupo. La principal característica de la psicodelia era la improvisación. Las canciones, interpretadas en directo, derivaban en largos solos de guitarra espontáneos, traduciendo un escape con ácido de la vida neurótica de la urbe que absorbía la realidad cotidiana. Escogemos al azar Eigh miles high de los Byrds, The Pusher de Steppenwolf, East-West de Paul Butterfield Blues Band, toda ella un solo, The End de los Doors y todas las canciones de Grateful Dead en directo, desde Viola Lee blues hasta Morning dew. Podíamos citar también la agobiante Sister Ray de la Velvet Underground, pero esta banda se situaba en el extremo opuesto del hippismo, perteneciendo a una movida pesimista y autodestructiva que sustituía el ácido por la heroína. Aunque Canned Heat y Janis Joplin llevaran mejor que nadie el ácido al blues, y los Jefferson Airplane resumieran el espíritu hippie en canciones pegadizas tipo Somebody to love, los carismáticos Dead, grupo de capacidades musicales increíbles, fueron el modelo de la creación psicodélica y la música por antonomasia del descuelgue generalizado del final de la década. Al escucharles en aquellos días, se comprendía que sin el rock la vida hubiera sido un error.
Somos los voluntarios de América
San Francisco, y particularmente el barrio de High Ashbury, lleno de mansiones destartaladas donde residían varios grupos conocidos, devino un polo de atracción hippie. John Phillips, de The Mamas and the Papas, compuso para Scott McKenzie una canción que empezaba con “Si vas a San Francisco asegúrate de llevar unas flores en el pelo”, captando la beatitud del momento a la perfección. Las autoridades locales se alarmaron ante una posible invasión de vagabundos y bohemios freaks, en vista de lo cual una treintena de colectivos contraculturales entre los que estaban la comuna Family Dog, los Diggers, The Straight Theatre y el periódico underground San Francisco Oracle, ayudados por iglesias, organizaron un Verano del Amor, un estío donde todo iba a ser gratuito: la música, la comida, el ácido, la asistencia médica, el vestido, el sexo... El festival de Monterey Pop atrajo una multitud. San Francisco se llenó de adolescentes huidos de sus casas, curiosos, desorientados que no sabían adónde ir, colgados, traficantes, chorizos, aprovechados... El éxito del verano había sobrepasado la más optimista de las previsiones, amenazando la existencia de la comunidad de High Ashbury hasta el extremo de forzar en octubre un “Entierro del hippie”, celebración en la que se recomendaba encarecidamente que los pasotas se quedaran en sus casas e hicieran la revolución en sus pueblos porque lo de San Francisco se había acabado. Fue el turno de los Flower Children, los hijos de las clases acomodadas que los fines de semana se vestían con camisas de flores de colores chillones y se ponían cintas en el cabello. Los Seeds les escribieron una marcha.
El estilo hippie se transformó en moda y los freaks abandonaron la ciudad para dejar sitio a los turistas. La música perdía el alma, volviendo al entretenimiento. Los conciertos empezaron a ser de pago. La contracultura, gratuita y desordenada, se convertía en un estudiado producto de consumo. La industria del espectáculo acumulaba más poder, sacando de los grupos a los mejores artistas para hacerlos estrellas del pop a fuerza de talonario. Si el Surrealistic Pillow de los Airplane representaba la cara de la psicodelia, su mensaje libre, el Sgt. Pepper’s lonely hearts club band de los Beatles representaba la cruz, su oficialización bien remunerada. Los Mothers of Invention imitaron grotescamente su portada en un LP titulado “Estamos en esto sólo por dinero.” Hubiéramos sido más indulgentes si no fuera porque los Beatles aceptaron el encargo de la BBC de escribir una canción con todos los tópicos florales, All you need is love, emitida por primera vez al mundo por vía satélite. Corrían malos tiempos para la paz y el amor verdaderos; los halcones que deseaban recrudecer la guerra del Vietnam no se sentían impresionados con las salmodias hippies.
Pero los desertores se organizaban, las minorías raciales se defendían con armas, sucediéndose marchas al Pentágono, desfiles por Wall street y ocupaciones de universidades, demostraciones inicialmente pacíficas que terminaban en algaradas violentas contra la policía. En 1968 la no-violencia perdía el compás, seguía a los acontecimientos en lugar de predecirlos. Las calles hervían. En marzo una multitudinaria marcha antibélica en el pacífico Londres ante la embajada americana acababa en aporreamiento de manifestantes. Los Stones sacaron un sencillo, Street fightin’ man, con la imagen de las agresiones policiales en la portada. La portada del LP al que pertenecía, Beggars banquet, en la que aparecía un retrete con inscripciones ofensivas en la pared, también fue censurada. Digno aderezo de la que probablemente fue el mejor cántico de la década, Simpathy for the devil, hijo bastardo de “Las Flores del Mal” y de “El Maestro y Margarita”, de Baudelaire pues y de Bulgakov, obra ésta última aparecida póstumamente en 1966, verdadero escarnio de la paranoia burocrática del régimen estalinista, que por su parte había silenciado a Bulgakov de por vida. Fueron el único grupo que prestó alguna atención al Mayo francés, y evidentemente, éste mes no fue tema de repertorio del rock.
En los Estados Unidos una patrulla de la policía de tráfico había disparado indiscriminadamente en Orangeburg, Carolina del Sur, contra una manifestación de estudiantes negros, matando a tres e hiriendo a veintiocho. Martin Luther King había sido asesinado por un francotirador. El FBI emprendía su trabajo criminal destinado a acabar con el que sería designado enemigo número uno del Estado, el partido de los Panteras Negras. Con tanta muerte la táctica no violenta tenía los días contados. Muchos concluyeron que el sistema no se podía cambiar por las buenas, y se planteaban hacerlo por las malas. No obstante, el movimiento contra la guerra jugó su última baza en Chicago, lugar donde en agosto tenía que reunirse la Convención del Partido Demócrata para decidir sobre el candidato presidencial. Los radicales convocaron una concentración de tipo festivo. Nash, de C,S, N & Y, a toro pasado, escribió una canción sobre el evento. La emisión de Street fightin’ man fue prohibida por temor a los posibles incidentes, aunque nadie había apelado al enfrentamiento. Como de costumbre, se confiaba en la repercusión mediática de los actos alternativos como instrumento de presión política. Varios grupos se habían comprometido a asistir, pero al final solamente actuaron los MC5, la baza del partido de los Panteras Blancas, el que consideraba el rock como arma revolucionaria. Norman Mailer cubría el evento para la revista Harper’s y William Burroughs, para Esquire. En un principio todo fue tranquilo; se presentó como candidato al cerdo Pigasus en medio del jolgorio, pero el celo represor del alcalde demócrata hizo que las cosas fueran a más y la guerra a la guerra acabó en combate callejero. Hubo montones de heridos y detenidos, quedando procesados los radicales más conocidos.
En noviembre, Richard Nixon ganaba las elecciones, lo que prometía un endurecimiento represivo y una tolerancia cero no ya con el radicalismo, como prueban los asesinatos de militantes Panteras Negras, sino con la conducta venialmente transgresora, como demuestra la condena a diez años de cárcel de John Sinclair por la posesión de dos canutos. Con los ánimos aún por calmar fue anunciado para agosto de 1969 el Festival de Woodstock, en el estado de New York, con una impresionante lista de grupos en cartera. Asistieron cerca de medio millón de personas, muchísimas más de las esperadas. La organización fue caótica, llovía sin parar y algunos de los presentes, entre los que se encontraban los Motherfuckers, “una pandilla con análisis”, se cabrearon porque se les pretendía cobrar la entrada. Rompieron las vallas y todo el mundo ocupó su pedazo de sitio embarrado. Las pérdidas se recuperarían luego con el disco y la película. Los radicales repartieron propaganda, hablaron de paz y amor, y pidieron la libertad de Sinclair; todo con aire de déjà vu. Jimi Hendrix “deconstruyó” el himno de América ante un público dormido. Woodstock representaba el nuevo conformismo de la juventud americana, compuesta en su mayoría por blancos sin problemas económicos, incapaz de hacer otra cosa que permanecer quieta, extasiada, pasiva, ante unos músicos convertidos en estrellas por los que sentía una devoción fetichista, con la buena conciencia de que bastaba con estar; el apelotonamiento pasaba por fraternidad y el colocón, por liberación. Por nada del mundo quería comprometerse ni participar en algo más consistente. Woodstock reproducía la separación espectacular entre público y actores, entre realidad e imagen, tan irrelevante la una como rentable la otra. No era más que una suma de actuaciones de importancia subversiva nula en una atmósfera de rebeldía tópica, una ruina aparente que más tarde daría lugar a un sustancioso pelotazo. Como para confirmar la visión pesimista de la película del año Easy Rider, dirigida por Denis Hopper, donde al final los hippies protagonistas son abatidos por unos americanos “profundos”. Una deriva que acababa mal. Premonitorio.
En septiembre tuvo lugar el juicio de los “Ocho de Chicago”, por conspiración e incitación a la violencia. La expectación despertada era inmensa y Nixon envió a la Guardia Nacional para controlar los manifestantes a punta de pistola. Ante el tribunal, los acusados aprovecharon para dar la vuelta a las acusaciones y ridiculizar el sistema de justicia americano. Bobby Seale, dirigente de los Panteras Negras, llamó cerdo fascista al juez, que le apartó del caso y le condenó a cuatro años por desacato. Los demás, sin pruebas fehacientes que les implicaran, salieron bien librados. Ese mismo mes, el apóstol del LSD Timothy Leary subía su apuesta particular contra el gobierno de los Estados Unidos presentándose a gobernador de California frente al ultraconservador Ronald Reagan. Los Beatles compusieron para su estrambótica campaña Come together. La canción fue boicoteada por la BBC porque los censores pensaron que la frase “él dispara coca cola” aludía a la cocaína. Leary, que repudiaba los narcóticos, fue condenado a diez años por la bolsita de marihuana que le encontraron en un registro.
Esto es el fin, mi amigo el fin
Como no hay dos sin tres, algunos avispados pensaron repetir la jugada de Woodstock en la costa oeste. La policía de San Francisco blindó la ciudad contra festivales, así que al final el emplazamiento del Speed free festival fue Altamont, en el norte de California. Los Rolling Stones servían de reclamo de una nueva celebración cuyo orden debían garantizar los Ángeles del Infierno, pandilla motera lo más opuesta al rollo hippie. Pues bien, ni los asistentes se quedaron parados, ni tampoco los Angels. El alcohol mezclado con anfetaminas, un fármaco psicotrópico que causa hiperactividad, se sobrepuso al ácido y aquello degeneró en avalanchas y broncas, recibiendo por igual músicos y escuchas. Cuatro muertos certificaron el final de la “nación Woodstock” a tan solo cuatro meses de su aparición. En Altamont la masa consumidora no se soportaba ni a sí misma y en su histérico descontrol sufrió las intemperancias de un servicio de orden que ejercía su tarea de la misma manera que hubiera hecho la policía. No fue el peor día del rock, fue la muerte del rock tal como había sido hasta entonces. Se estaba convirtiendo en un componente más de la cultura de masas y en un verdadero negocio capaz de beneficiarse de cualquier situación.
Cuando el 4 de marzo de 1970 la Guardia Nacional disparó a los universitarios de Kent, en el estado de Ohio, matando a cuatro, se cerró el ciclo de la revolución americana. Neil Young, de C, S, N & Y, compuso una sentida canción de denuncia que tituló Ohio. Fue un éxito que no sirvió para nada; los asesinos no fueron molestados. Young señalaba con tristeza que al final las desdichadas muertes sólo le habían hecho ganar dinero. El 15 de mayo de ese mismo año la policía disparó a mansalva contra los estudiantes de la Universidad estatal de Jackson, Mississippi, que protestaban contra la invasión norteamericana de Camboya, matando a dos e hiriendo a catorce. Y el 10 de junio, tras meses de algaradas, la policía enviada por el gobernador Reagan cargaba brutalmente contra los estudiantes de la Universidad de California, en Santa Bárbara, que se manifestaban en el Perfect Park de Isla Vista protestando por la imposición de la ley marcial en la zona, el mayor foco de radicalismo. Los detenidos tras duros enfrentamientos se contaron a centenares. Un grupo pijo playero al que mejoraron las drogas convirtieron Riot in Cell Block Nine en una canción dedicada a las revueltas, Student Demostration Time, con repercusión nula: ya había pasado un año, la canción no salió en disco sencillo y... ¡eran los Beach Boys! grupo del que cabe recordar que había empezado con otra conversión de signo contrario, la que transformó Sweet little sixteen, de Chuck Berry, en un empalagoso Surfin’ U.S.A. El show bussiness y la industria discográfrica habían adelantado en osadía a los contestatarios (claro que las fuerzas del orden y las drogas duras aplanaban el camino.)
El mismo mes de junio el Summer Pop Festival de Cincinnati, también en Ohio, lanzó a bandas precursoras como The Stooges o Grand Funk. En agosto de 1970 hubo un intento de reedición de la “magia” de Woodstock en Goose Lake, estado de Michigan, al que dieron credibilidad la presencia de los Panteras Blancas y la coalición STP -Serve the People o Stop the Pigs, segun se prefiera- trabajando para la liberación de Sinclair y de todos los presos políticos. El día escogido no fue casual; era el 25 aniversario de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, o sea, que la idea subyacente era antinuclear. Pero más que un mensaje, aquello no era más que un adorno y una excusa. Actuaron grupos veteranos y nuevos, todos blancos, entre los que destacaríamos, aparte de las belicosas bandas de Detroit, a Chicago y Ten Yers After, ante una multitud de doscientas mil personas, la mayoría colocadas, que dieron poco que hacer a un servicio de orden amistoso. La presencia del caballo fue notoria; las drogas como la heroina eran las indicadas para una unificación virtual de todo lo que en la realidad permanecía separado. Sospechosamente, los camellos, que valga la redundancia, hicieron su agosto, no fueron molestados por la policía. Hasta para los menos lúcidos aquello tenía un regusto rancio de circo, de gueto, de trapicheo, que marcaba sin la menor duda el final de una era.
Los festivales continuaron, en Toronto, en la isla de Whight, en otras partes, sin que la dominación se inmutara. No es que el Poder cediera terreno ante una tropa dispuesta a no entrar en batalla, es que aprendía a modernizarse. Los alucinógenos eran para muchos el único medio de deshacerse de los valores inculcados por el sistema, el camino de la unión del individuo liberado y consciente de su ser más profundo con el cosmos, y así parecía creerlo éste, puesto que castigaba su consumo con saña. Pero desde el momento en que el propio sistema cambiaba de valores y adaptaba los de sus críticos, las drogas cambiaban de función: formaban parte de un mecanismo de evasión, tanto los opiáceos o las anfetaminas, como las plantas o los hongos sagrados de los indios, obedecían a un perverso deseo de ebriedad, no de conciencia, eran pues una herramienta de readaptación. El drop out era una invitación a olvidarse de los convencionalismos que desembocaba en la pasividad, no en la transformación revolucionaria de la sociedad. El formato del recinto festivalero, tolerante con los estupefacientes, servía de válvula de escape, ceremonial del pasotismo manso, pausa relajante entre dos momentos de sumisión. A un lado el intérprete, al otro la audiencia drogada y en medio los gorilas. El público colocado se limitaba a reproducir patrones estereotipados de rebeldía virtual, anticipando modelos de integración a los avispados mercaderes de la cultura.
La sociedad industrial avanzada empezaba a practicar un laissez-faire al que llamaba tolerancia, más adecuado a sus intereses. Era el tipo de tolerancia represiva que favorecía la tiranía del aparato, pues correspondía a la necesaria transición capitalista del conservadurismo a la permisividad. La sociedad de consumo no es ascética y regulada, sino hedonista y transgresora. Con inusitada velocidad la sociedad espectacular de mercado adoptaba finalmente una moral laxa y utilitaria más acorde con el desarrollismo y no se escandalizaba por nada. No respetaba ni a los muertos: los cadáveres de Brian Jones, Keith Moon, Janis Joplin, Jimi Hendrix o Jim Morrison fueron despiadadamente mitificados. Vive rápido, muere pronto y deja un bonito póster. El sistema también se había apuntado al rock, a la meditación trascendental, al psicoanálisis, al sexo y a la maría, y no le costaba demasiado aguantar los mensajes desencantados y el comportamiento histriónico y autodestructivo de los nuevos rockeros envueltos en una música ruda y estrepitosa. Temas como TVEye de Iggy Pop o School’s out de Alice Cooper ya no despertaban la censura. El sistema, hasta cierto punto, pasaba. No había futuro, futuro revolucionario se entiende.
Si hubieron acontecimientos que revelaran sin tapujos el rostro verdadero de aquél fascismo encubierto presidido por Nixon esos fueron el asesinato de George Jackson, uno de los “Soledad Brothers”, a manos de los guardianes de la prisión de San Quintín el 21 de agosto, y la matanza de los presos amotinados de la cárcel de Attica planeada por el gobernador Rockefeller un día de septiembre de 1971. Dylan grabó con la guitarra acústica dos versiones de su George Jackson en un sencillo que no figuraría en ningún álbum. Tom Paxton testimonió el suceso de Ática con una canción narrativa en la mejor línea folk, The hostage, y el mismo John Lennon sacó una tonadilla resultona de un pacifismo trasnochado ideal para incondicionales. Puede que ya no fueran tiempos para cantar, pero con centenares de militantes apuntándose a la guerrilla urbana, lo seguro era que no estaban para discursos buenrollistas del estilo de “vayamos juntos con el movimiento, tomemos partido por los derechos humanos.” Convenía más la frase dylanesca de Subterranean homesik blues: “No necesitamos hombres del tiempo para saber el modo con que el viento sopla.” En efecto, “Weathermen” fue el nombre escogido por la mayor organización armada norteamericana de los setenta.
Cuanto más alto se sube, más dura será la caída. Como corresponde al cambio de época, los primeros setenta vieron como las bandas más auténticas llegaban a la cumbre de su creatividad en plena contrarrevolución, produciendo obras que agredían el gusto de las masas moderadamente rebeldes que los habían encumbrado, antes de decidirse a formar parte de la “mayoría silenciosa” de Nixon y Agnew. Muchas se negaban a aceptar el papel de ídolo reflejando los nuevos valores conformistas, por lo que no tenían más camino que la disolución (Beatles, Doors) o la copia de si mismas (Temptations, Sly y la Familia Stone). Los Stones tras Exile on Main street no pararon de repetirse. Otras aflojaban, echaban marcha atrás o se agotaban (The Band, Byrds, Kinks, Who), sin dispensarse algunas de dejar para la posteridad una aburrida y pretenciosa “opera rock.” Finalmente, hubo grupo que protagonizó cambios de estilo inverosímiles; tal es el caso de los Jefferson Starship, los vergonzosos restos del naufragio de Airplane. Por otro lado, el rock legítimo, el que podían representar Captain Beefheart, Tom Petty, Lou Reed, Pattie Smith o Ramones pongamos por caso, se había vuelto minoritario y progresivamente despolitizado.
En un contexto destroy, nihilista e iracundo, donde el Caos era la meta más apetecible, la palabra “hippie” adquirió connotaciones de vetustez, idiotismo e impotencia. Fuera de algunos estrechos círculos de resistentes, el rock había perdido su aura y, tanto si se comprometía como si se prestaba a la evasión, se iba volviendo predecible y rutinario, sofisticado y aparatoso; una música decadente hecha por narcisistas para distracción de una juventud onanista que reclamaba su dosis de alienación sinfónica o de cualquier otro tipo. Una música en cierto modo optimista, que tranquilizaba y relajaba, tal como deseaba el nuevo orden. Las innovaciones técnicas de los setenta como los samplers, los sintetizadores y las cajas de ritmos se comieron la guitarra, el bajo y la batería. Family Affair, de Sly Stone, fue el primer tema en salir de una de esas cajas, algo que se volvió habitual pocos años después con la música disco. Por otra parte, el nuevo rock era menos música que circo: establecía una relación con su público mediatizada por la imagen y el glamour. La vedette dependía del peluquero, del vestuario y de la televisión más que de su talento. La separación es la regla del espectáculo que se conserva en la comunión beata con la imagen del “ídolo”, sea por vía del shock escénico o por la del get high (subidón) con fármacos. En privado, adquirió importancia el videoclip promocional; en directo, se revolucionó la puesta en escena con efectos varios, logotipos, juegos de luces, bengalas, humos, proyecciones, grúas, pasarelas, plataformas, coreografías... El “fan” devino el perfecto animal domesticado. El ruido ensordecedor de los cada vez más potentes equipos combinado con las rayas, las pastillas y el agua mineral conseguía provocar en él una especie de frenesí autista, la forma pajillera de la pasividad. Esa autoagitación masoquista se generalizó con el renacimiento de las discotecas, más grandes y mejor concebidas, que dieron la puntilla a la música en directo de los pubs, teatros y salas. Emergió un tipo de música fácil y machacona que hizo furor, el dance, organizada por un nuevo maestro de ceremonias, el pinchadiscos. La letra y los acordes se redujeron a la mínima expresión. El ritmo se simplificó al máximo y ocupó el espacio de la melodía, que degeneró en sonsonete. Un nuevo soporte audio como la cinta cassette prometía democratizar la grabación haciéndola asequible a cualquier grupo, pero no fue así porque la música pop había cambiado de función. Lo de menos era la creatividad; ahora el pop rellenaba el vacío de una vida determinada por los imperativos de consumo. El resultado final era siempre el mismo: el conformismo.
En realidad, el cassette dio un paso más hacia la privatización y el cocooning, llevando dicha música adonde el vinilo no podía, especialmente al automóvil, la prótesis del individuo alienado moderno y el símbolo de su poderosa impotencia. Las audiencias se fragmentaron, diversificándose los mercados según la franja de edad y el tipo de consumidor. Fue la apoteosis del hedonismo de la mercancía: de la “marcha”, de lo fun, de la pose cool, de las pintas guay. En resumen, la epifanía completa del espectáculo. La autenticidad se pagaba con la marginación. Esa era la fuerza de la sociedad de masas. Ninguna opción con pretensiones de veracidad podía escapar del limitado circuito en el que se inscribía, sucumbiendo en la repetición y la trivialidad a manos de sus seguidores transformados en tribus urbanas. Así pasó con el heavy metal, con el reggae, con el punk. El rock ya no servía de dique a la barbarie modernizada: era un género acabado, un medio estéril, un fantasma, una reliquia, una estafa. Era la música del otro bando. Existía porque eran muchos los intereses en juego, nacidos a la sombra de la industria de la evasión. La revolución y la diversión ya no caminaban juntas, perdiendo la una su dimensión ludico-popular y la otra, su carácter subversivo. Se pueden comprender mejor los fracasos de los movimientos revolucionarios de entonces prestando atención a la regresión rockera que traducía la victoria de la cultura espectáculo y la disolución de las clases peligrosas en masas consumistas. Cierto que todos sus elementos básicos ya estaban presentes en los sesenta, pero fue en la década posterior cuando sin trabas se desarrollaron exponencialmente. Desde entonces muchos estilos musicales con mejores o peores intenciones y con mayor o menor fortuna dieron que hablar. Ninguno sobrepasó su gueto particular, porque ninguno logró expresar las esperanzas universales de libertad y autorrealización como el rock de aquella época; ninguno enseñó tanto a desaprender, ni desafió tan eficazmente al orden, ni alentó tanto tiempo la protesta.
Miguel Amorós
Pero no se quedó ahí, y muy pronto el rock se convertiría en la banda sonora de las rebeliones que se sucedieron durante los años sesenta contra el mundo de la mercancía. La revolución y la diversión caminaban juntas, adquiriendo la primera una dimensión lúdico-popular, y la segunda un carácter subversivo.
Vencidas aquellas revueltas, y convertido el propio rock en un producto más para el consumo de masas, desde entonces ninguna otra música «logró expresar las esperanzas universales de libertad y autorrealización como el rock de aquella época; ninguno enseñó tanto a desaprender, ni desafió tan eficazmente al orden, ni alentó tanto tiempo la protesta».
ROCK PARA PRINCIPIANTES
Estremécete, repica, rolea
Hablamos propiamente de rock cuando nos referimos a un estilo musical determinado creado por la subcultura juvenil anglosajona que se extendió como aceite sobre agua en todos los países donde las condiciones modernas de producción y consumo habían sobrepasado un cierto nivel cualitativo, es decir, donde el capitalismo había alumbrado una sociedad de masas. El fenómeno cuajó primeramente en los Estados Unidos durante la última posguerra mundial, el país capitalista más desarrollado, desde donde pasó a Inglaterra, para volver como un boomerang al país de origen irradiando su influencia por todas partes, amueblando y cambiando de diferentes maneras la vida de las gentes. Para aproximarnos al rock sin equívocos tendríamos antes que repasar los conceptos de subcultura, música y juventud.
La palabra “subcultura” hacía referencia a las conductas, valores, lenguajes y símbolos de un entorno diferenciado - étnico, geográfico, sexual o religioso - dentro de la cultura dominante, que era y es, por supuesto, la cultura de la clase dominante. A partir de los sesenta, una vez operada desde arriba la separación entre la cultura de elites, reservada a los dirigentes, y la cultura de masas, hecha para uniformizar a los dirigidos, idiotizarles el gusto y brutalizar los sentidos - entre la high culture y la masscult, según la terminología de Dwight McDonald - el término expresará más bien estilos de vida consumista alternativos, de alguna forma reflejados en la música que en principio se llamó “moderna” y luego pop.
El mecanismo de identificación que producía la subcultura juvenil era efímero, pues quedaba contrarrestado por el carácter pasajero de la juventud. En esa etapa volátil de la vida, sin responsabilidad ni función económica, con un proletariado que no daba señales de lucha, la noción de subcultura se podía confundir perfectamente con la de moda, y la de libertad, con la de look. El papel de los medios de comunicación, que apenas se ocupaban de las subculturas tradicionales, será decisivo en la difusión de las modas juveniles. En ellas se ocultaba una realidad más preocupante. Si bien la oposición al mundo adulto se mostraba como crisis generacional, se trataba en realidad de una crisis social irresuelta. Sin embargo, sucedió que la “eterna crisis de la juventud” acabó confluyendo con otros tipos de crisis -estudiantil, laboral, racial, política- forjando una auténtica opción ética, artística y social a los valores y maneras de la dominación. El rock fue su banda sonora. Ya no se la podía llamar subcultura, pues no buscaba acomodo dentro de la cultura dominante tal como habían hecho los estilos precendentes – por ejemplo, los de las bandas de barrio y de moteros en los Estados Unidos, o los de los teddy boys y mods en la Gran Bretaña - sino que la subvertía y trataba de derrocarla: era una verdadera “contracultura”, algo mucho peor, porque no sólo era cosa de jóvenes.
Por otra parte, la pop music tiene que ver muy poco con lo que se entiende por música. Bien que técnicamente se la pueda considerar una organización de sonidos en el tiempo, no estábamos ante un arte, sino más bien ante un producto de la industria del ocio, una mercancía del show bussiness. Traduciremos el término por “música ligera” en contraposición a la gran música o música genuina, que por aquel entonces pasó a denominarse “clásica”. Se caracterizaba por la simplificación y la estandarización; estaba hecha para acompañar el baile y servir de pasatiempo y evasión. Sus piezas eran cortas, repetitivas y sincopadas, predecibles, sin pretensiones estéticas. No pretendían revelar la esencia de la realidad al nivel inmediato, tal como haría el arte, sino animar y distraer. Aspiraban a entretener, no a desafiar lo establecido. Así pues, era una música para pasarlo bien y matar el tiempo, para consumir y no pensar. Música que hacía de caballo de Troya de la razón mercantil en la vida cotidiana. Theodor W. Adorno dijo que “divertirse significa estar de acuerdo” y fundamentalmente era eso: las tonadas de baile representaban musicalmente sublimados los ritmos del trabajo y del malvivir cotidiano. Promovían el conformismo más que la rebeldía. La cultura de masas de la que formaban parte tampoco era propiamente una cultura sino una industria particular que prendía en la vida cotidiana a través de la comunicación de masas. Quien mandaba en los medios dominaba en dicha cultura que, lejos de iluminar y agudizar las contradicciones de la sociedad capitalista, las enturbiaba y difuminaba volviéndolas soportables. Era la característica principal del nuevo capitalismo basado en el consumo, o sea, en la industrialización del vivir. Pues bien, aunque la pop music no fuera ninguna expresión de la situación social de la clase explotada, pudo en un momento dado y bajo determinadas circunstancias, transformarse en vehículo de las exigencias de libertad manifestadas por el sector de la población menos amaestrado y más sensible a la crisis, los jóvenes. Llegó a ser pues portadora de verdad, que, de acuerdo con Hegel, también es belleza, y a manifestar espontaneamente, de forma subjetiva e incompleta, apelando a los sentidos – o a las ”buenas vibraciones” - más que a la razón, el espíritu de la revolución social moderna.
En tercer lugar, la juventud, ese periodo entre la infancia y la vida adulta, más largo en los hijos de burgueses, cortísimo en los hijos de trabajadores, no tenía nada de particular en el capitalismo clásico. Era un periodo de iniciación a la vida “responsable” donde no acampaban otros principios ni otros gustos más que los establecidos. El descubrimiento de una juventud rebelde y conflictiva que cuestionaba las reglas del mundo de los mayores fue traumático tanto para la clase dominante como para las clases resignadas, pues ambas eran patriarcalistas. Un medio de comunicación como el cine permitió por un tiempo a algunos creadores intelectualmente honestos dejar de trasmitir los mensajes del poder y tratar alguno de los desagradables aspectos de la cruda realidad. La segunda guerra mundial fue seguida por la “guerra fría”, una época de tensión política exacerbada por la fabricación rusa de la bomba atómica, la subida al poder en China de Mao Zedong y el inicio de la guerra de Corea, acontecimientos que desencadenaron en los Estados Unidos una ola de patriotismo y anticomunismo bien aprovechada por el senador Joseph McCarthy, organizador de una “caza de brujas” que alcanzó de lleno el trabajo intelectual y artístico. Los años del “macartismo”, entre 1950 y 1956, fueron nefastos para las libertades formales que habían regido la cultura de un Estado que, al convertirse en primera potencia mundial, se sentía amenazado en su interior.
En ese clima sofocante, cualquier muestra de disidencia era tachada de comunista y tratada con contundencia. En el cine, la condición obrera era tabú; los sindicalistas no podían aparecer sino como mafiosos, y los héroes, como delatores, tal como enseñaba la película de Elia Kazan “La ley del silencio.” La cuestión racial no se llegó a plantear al gran público hasta 1960 con “El Sargento negro”, de John Ford, y la novela de Harper Lee “Matar a un ruiseñor”, llevada a la pantalla en 1962. Sin embargo, el problema juvenil, ignorado por los nuevos inquisidores, accedió a la publicidad sin grandes cortapisas. En 1953 se exhibía en las salas de cine “El salvaje”, de Laszlo Benedek, que trataba de un hecho verídico: la invasión de un pueblo apacible por una banda de motoristas violentos con ganas de juerga. El contraste entre el apego al orden de los vecinos y la conducta irrespetuosa y carente de normas de los jóvenes moteros llegaba al clímax cuando a la pregunta de contra qué se rebelaban, el protagonista, encarnado por Marlon Brando, contestaba: “contra todo”. El nihilismo del mensaje escandalizaría a los dirigentes; la firma “Triumph” protestó por la mala imagen que se confería a sus motos y el gobierno inglés no permitió la exhibición de la película hasta 1967 y eso ¡en salas X! En 1955 un segundo film titulado “Rebelde sin causa”, dirigido por Nicholas Ray, daría una vuelta de tuerca al tema, llevándolo de los márgenes al centro de la sociedad americana: un joven de clase media, interpretado por James Dean, agobiado e insatisfecho, perdido en un medio social que no entendía ni quería entender porque lo encontraba absurdo, reaccionaba permitiéndose cualquier cosa, sin motivo aparente, sólo “porque algo había que hacer.” La imagen de un adolescente violento y desamparado, convencido de que no había futuro que valiese la pena y de que sólo restaba vivir el instante intensamente como si uno fuera a morirse ese mismo día, dando la espalda al mundo adulto insensible a su desasosiego, reflejaba la decadencia moral de una sociedad clasista que en lugar de respuestas ofrecía dólares. La vieja generación, satisfecha y resignada, incapaz de ver otra cosa fuera de sí misma, se había vuelto extraña para la nueva. El cuadro quedó completo con Blackboard jungle, de Richard Brooks, también estrenada en 1955, que en España se llamó “Semilla de maldad”. La escena transcurría en un instituto de barrio, donde jóvenes de hogares obreros, que ahora diríamos “desestructurados”, atrapados en un sistema de enseñanza que no les iba a ser de ninguna utilidad para la vida dura que les esperaba al cumplir los dieciocho años, la emprendían contra los profesores y la escuela. La indisciplina y la delincuencia era la respuesta a la falta de perspectivas y el destino reservado a los perdedores. El detalle musical marcará la diferencia con los dos films anteriores. La banda sonora de “El salvaje” era jazz y la de “Rebelde sin causa” estaba hecha por un compositor de música dodecafónica discípulo de Schömberg. En cambio, en “semilla de maldad” los alumnos destrozaban la colección de discos de jazz del profesor de matemáticas porque esa música no les decía nada. Lo que querían escuchar eran canciones como Rock around the clock de Bill Halley, catapultada al éxito por la película. Había nacido un nuevo estilo, desconocido por los padres, pero que hacía furor entre los hijos, el rock and roll, signo pues de una crisis generacional profunda, o mejor, de una crisis social seria sentida mayoritariamente por los jóvenes.
El blues del verano no tiene cura
En una ocasión, Willie Dixon, músico, compositor e intérprete de blues, dijo más o menos eso: “El blues fue el árbol. El resto son los frutos.” Había sintetizado en una frase clara la historia del rock. El rock and roll fue cosa de negros. Lo había creado en 1955 un guitarrista de rhythm and blues llamado Chuck Berry, al grabar y triunfar con Maybelene, la adaptación de una canción country. El rock nacía pues, como todo el mundo sabe, de una fusión entre rhythm’n’blues y música “paisana”, que es lo que significa “country”. Elvis Presley había grabado un año antes That’s allright mama, pero al parecer nadie se dio por enterado. ¿Cuáles eran las condiciones que habían hecho posible su aparición? En primer lugar, evidentemente, la crisis social y moral antes aludida, manifiesta principalmente en la juventud. En segundo lugar, la música de una minoría discriminada, la afroamericana. En 1947 el periodista Jerry Wexler había bautizado como rhythm’n`blues un nuevo estilo de boogie más conocido entre sus intérpretes como jump blues, que pegaba duro en las listas de éxitos “de raza” y tenía la particularidad de atraer a compradores blancos de discos. En 1951, un programa juvenil de radio de Cleveland trasmitió esa música llamándola rock’n’roll, expresión que solía aparecer en las letras de los blues acelerados. Los jóvenes blancos habían descubierto todo un mundo en la música negra.
Cuenta John Sinclair en su libro Guitar Army que los músicos negros fueron los “jinetes de la libertad” que se introdujeron en los hogares blancos y sedujeron a sus retoños atacando todos los tabúes. Los hijos entonces se sintieron mucho más cerca de la gente de color que de sus padres. Su música les enseñaba una nueva manera de amar y comportarse, más desinhibida, más fraternal y, sobre todo, mucho más erótica; les mostraba una sexualidad abierta y, lo que era intolerable, les incitaba a fumar hierba. Había vida más allá del trabajo, fuera del instituto y lejos del sofá frente al televisor. De hecho esa era la verdadera vida, la que, dicho filosóficamente, borraba la distinción entre el sujeto y el objeto. El rock’n’roll era más que entretenimiento; era la música del rechazo; rechazo de la moral hipócrita y de la cultura oficial. Al poner el acento en el ritmo antes que en la armonía, hacía sentir mejor el antagonismo entre la pasión de vivir y el aburrimiento cotidiano, de la que los jóvenes trataban de salir mediante la violencia y la transgresión, pero sin llegar a vislumbrar la situación de forma objetiva y racional. Era la música del desarraigo, del despertar, del movimiento, pero no de la catarsis revolucionaria. La identidad juvenil que proporcionaba no bastaba para provocar un cambio social, pero apuntaba tímidamente hacia él. Una contradicción impedía la toma de conciencia social.
La juventud rebelde despreciaba el trabajo, pero consumía: negaba el mostrador y la fábrica, pero no la mercancía, así que al buscar una identidad basada en la música, la ropa o la moto, se encontraba simplemente con una imagen cuyo contenido era su valor de cambio. La juventud era realmente un mercado nuevo, en expansión. Tengamos en cuenta que el rock’n’roll, su estandarte musical, no dejaba de ser un producto de la industria cultural, de las listas de éxitos, de las compañías discográficas nuevas, como Modern, Atlantic, Chess o Sun Records, del cine y la radio; de los últimos inventos de la tecnología musical, los discos de 45 rpm y los de 33 1/3 rpm, las gramolas, los tocadiscos, los amplificadores. Esa era la tercera condición que llevó el rock al bar, a la sala de estar y al cuarto de dormir, es decir que la introdujo en la vida cotidiana. Por primera vez, se podía escuchar música a cualquier hora, en cualquier sitio y a todo volumen, una música cuyo instrumento principal era la guitarra, no el piano o la voz. Para Leni Sinclair, la mujer de John, “el punto de inflexión de la civilización occidental se alcanzó con la invención de la guitarra eléctrica.” Fue el instrumento del cambio. Las primeras Gibson y Fender se convirtieron en fetiches fálicos aptos para componer frases musicales cortas o riffs como las de aquel memorable blues eléctrico Manish boy, grabado en 1955 por Muddy Waters. La guitarra volvía innecesaria la orquesta; a lo sumo tres o cuatro músicos eran suficientes para el acompañamiento. Chuck Berry y Bo Diddley fueron los primeros rockeros que escribían sus propias canciones para la guitarra puesto que no sabían tocar otro instrumento; sirvieron de modelo a sus imitadores blancos y les proporcionaron manifiestos como la muy emblemática Rock and roll music y el Who do you love? Uno de ellos, Buddy Holly, se hizo acompañar por una guitarra rítmica, un bajo y una batería, creando el cuarteto básico que modelaría la mayoría de grupos de pop rock de los sesenta. Otros artistas afroamericanos como Little Richard y Larry Williams, por ejemplo, sin ir más lejos, en Lucille y Bonnie Moronie, mostraron el camino prohibido de la sensualidad; Elvis Presley hizo el resto. Tenía la ventaja de ser blanco en una sociedad racista que difícilmente toleraba el éxito de los negros, por lo que su personaje fue determinante en el ascenso y posterior caída del rock.
El rock conservaba una cierta autonomía creativa que lo protegía de la manipulación por el espectáculo, pero eso duró poco. El show bussiness creció lo suficiente para anular su poder negativo y obligarle a mantener una relación cordial con el orden establecido. A partir de 1957 el rock’n’roll fue corrompiéndose y transformándose íntegralmente en montaje. La actitud rebelde fue sustituida por una identidad gregaria que conformaba un público obediente al dictado de la moda en lugar de un sujeto colectivo autónomo. Un montón de “ídolos” adolescentes, bien peinados, vestidos con corrección y melífluos, entonaban coplas rutinarias y sensibleras que, junto con la moda de los bailes que debutó con el twist, dominaron la escena lo menos hasta la aparición de los Beatles. El rock volvía al redil de la pop music comercial, divertida y fiestera, ocultando las desigualdades sociales, la angustia y la insatisfacción, moderando su lenguaje para hacerlo agradable al gusto dominante, el gusto de la dominación. Adorno dijo que “la diversión es la prolongación del trabajo en el capitalismo tardío.” Pues bien, de piedra en el zapato de la cultura masificada, el rock pasaba a rito de iniciación de la juventud en el sistema capitalista. Elvis volvió de la mili cambiado, hecho una grotesca caricatura de sí mismo. Viva las Vegas no era lo mismo que Heartbreak hotel o Jailhouse rock. Las figuras principales se eclipsaron; en febrero de 1959 Buddy Holly y Richie Valens se estrellaron en una avioneta; un año más tarde Eddie Cochran se mató al chocar su automóvil contra una farola. “Vive rápido, muere jóven y deja un bonito cadáver”, había dicho hacía mucho Bogart en la película de Nicholas Ray “Llamad a cualquier puerta.” El rock había quemado su momento y estaba literalmente muerto, pero el difunto no tuvo tiempo de descansar. Un paso adelante en el negocio tuvo la virtud de ser un paso adelante en la contradicción al surgir de la nada una nueva música menos complaciente: una segunda generación de jóvenes encontró en ella estímulos suficientes para no encerrarse en la mera identidad y continuar la batalla contra el viejo mundo, más preparado para enfrentarse con una crisis de mayor calado incubada en el periodo precedente, pero también más descompuesto, más irracional y más inadmisible. Entrada la década de los sesenta, el rock recuperó el elemento de libertad subjetiva perdido que le situó de nuevo en la antítesis de la cultura estatista de masas.
Realmente me has cazado
En lo que concierne al rock, al empezar los sesenta, la escena americana contaba con nuevos aportes. Por un lado, se disponía de una nueva progenie de arreglistas, ingenieros de sonido y compositores pop talentosos. Por el otro, el rhythm’n’blues había adquirido complejidad hasta desembocar en la música soul, una de cuyas versiones suavizadas para blancos, la música del sello de Detroit Tamla Motown, había adquirido una espectacular notoriedad. Canciones como Dancing in the streets o Louie, Louie se volvieron imprescindibles en cualquier party o guateque. Finalmente, resurgió el folk de la mano de Woody Guthrie, el que llevaba grabada en la guitarra la inscripción “esta máquina mata fascistas”, y de Pete Seeger, el de We shall overcome. Maridado con el radicalismo ideológico dio lugar a la “canción protesta”, idónea para interpretarse en las marchas pacifistas de la época en pro de los derechos civiles y contra la segregación racial. Una larga lista de cantautores comprometidos se dieron cita en las luchas sociales emergentes, pero Bob Dylan, el que menos se prestó a figurar políticamente, fue a mucha distancia el de mayor influencia. Algunas de sus canciones, de Blowin’ in the wind a Like a rolling stone, pasando por The times are a-changin’ e It’s all over now, baby blue, llegaron a ser himnos imperecederos. Pero lo que realmente revolucionó la escena musical fue su aparición tormentosa en el festival de Newport de 1965 con la guitarra Stratocaster en lugar de la acústica, junto a Mike Bloomfield y Al Kooper. Cuando empezaron a sonar los primeros acordes de Maggie’s farm parecía que actuaba una banda de blues de Chicago. Su música tendía puentes con el rock sesentero, tal como Jimi Hendrix, Manfred Mann, Julie Driscoll, The Band y especialmente los Byrds se encargaron de proclamar, o incluso con el pop meloso de los Walker Brothers, y llevaba el espíritu contestatario más allá de los circulos universitarios politizados amantes de la canción folk. Sus canciones no deleitaban, pero sorprendían porque chocaban con todas las convenciones. No estaban hechas para consumirlas, sino para fijarse en ellas, en su poesía y en su mensaje. La poesía de Dylan enlazaba con la obra de los escritores de la generación beat como Kerouac y Burroughs, que empezaba a ser conocida. El poeta Allen Ginsberg hizo de puente. El folk elevó al máximo la supremacía de la letra sobre la música y encaminó a su audiencia hacia la crítica social. Al encontrarse con el rock lo politizó, volviéndolo herramienta del inconformismo.
En la Europa en reconstrucción, la crisis social que acaecía en América se mantenía larvada, aunque dando sobradas muestras de vida. En lo que concierne al Reino Unido, las novelas Absolute beguinners, de Colin McInes, La soledad del corredor de fondo, de Alan Sillitoe y Baron´s court, all chance, de Terry Taylor, introducen en los sesenta mejor que cualquier análisis sociológico. La abundancia de trabajo proporcionó dinero a los jóvenes de los suburbios que gustosamente lo gastaban en ropa, zapatos, motos y discos de blues, rhytm’n’blues, soul y rock’n’roll. El consumo se extendió a los adolescentes quinceañeros favorecido por la televisión, que desplazaba a la radio en la comunicación de masas. Los músicos negros, todavía maltratados en su país, viajaban con gusto a Inglaterra, donde eran tratados como genios y los conjuntos musicales se complacían en arroparles e imitarles. Sobre esa base creció rápidamente el rock británico, representado por grupos de cuatro o cinco miembros antes que por solitarios guitarristas con aire de inadaptado, al estilo americano. En el trasplante el rock había perdido sus raíces rurales y se había vuelto enteramente urbano. En 1963, uno de aquellos grupos, los alegres y simpáticos Beatles, se convirtió de la noche a la mañana en un fenómeno de masas nunca visto, al que los medios llamaron la “beatlemanía.” El precedente más cercano, Elvis, quedaba ampliamente superado. “Sencillos” con canciones de letra facilona como Please, please me, o como She loves you o I want to hold your hand, todos del mismo año, se vendieron en cantidades inimaginables. Al año siguiente, otro grupo, éste con una imagen desaliñada y agresiva, los Rolling Stones, añadieron leña al fuego. Su música era más cañera, sus letras más provocadoras, su actitud más contraria a las buenas costumbres. Si los Beatles representaban el Ying del rock británico, los Stones eran el Yang. Los “fans” de los primeros eran estudiantes de secundaria, teenagers adictos a la moda, a las revistas ilustradas y a los programas de la tele, dados a apelotonarse a miles al paso de sus ídolos gritando como posesos, lo que realmente asombraba al mundo. El espectáculo de masas de críos histéricos era demasiado tentador para un medio como la televisión, y un reportaje al respecto repercutió enormemente en los Estados Unidos, determinando la visita de los Beatles. En febrero de 1964, su participación en el show de Ed Sullivan fue vista por 74 millones de personas, o sea, por la mitad del país.
La puerta quedaba abierta para todos los conjuntos: los Rolling Stones primero, luego los Animals, los Yardbirds, los Kinks, los Who, Hollies, Spencer Davis, Them y tantos otros, fueron desembarcando al otro lado del Atlántico y revolucionando la forma de tocar y de pensar con su reinterpretación de la música negra. De rebote, las puertas británicas y europeas se habían abierto para bluesmen geniales casi ninguneados en América por ser negros, como John Lee Hooker, Sonny Boy Williamson, Howlin’ Wolf, Muddy Waters, Willie Dixon, etc. Cualquier grupo inglés de rock consideraba un honor actuar al lado de tan inigualables maestros sin los cuales literalmente nunca hubieran existido (los Rolling Stones que ya debían su nombre a un tema de Muddy compuesto por Dixon, grabaron su segundo o tercer álbum en Chess Records en 1964, y escogieron a B.B. King, el que llamaba a todas sus guitarras “Lucille”, como acompañamiento de gala en su gira estadounidense de 1969.) Mientras tanto, la música pop británica recibía un fortísimo impulso al intentar limitar su alcance el conservadurismo que dominaba entre los ejecutivos de los medios de comunicación, lo que determinó la aparición de emisoras piratas instaladas en barcos que emitían rock las veinticuatro horas del día. El mejor ejemplo fue quizás Radio Caroline, nacida en marzo de 1964. Tres años después, en otro escenario bastante diferente, el del “Verano del Amor” de San Francisco, California, aparecería la primera “radio libre”, experimento destinado a tener larga vida.
La llamada “Invasión Británica” desencadenó una oleada de bandas de “garaje” que por primera vez tenían público y, por lo tanto, mercado. El rock volvía a sus orígenes contestatarios dando voz a los disconformes. El éxito de un tema como Satisfaction no tiene otra explicación. Dos detalles extramusicales contribuyeron a ello. Hacia Europa, el hábito del hachís, hierba medicinal que fomentaba la sociabilidad; los Beatles se fumaron su primer puerro en un hotel de Nueva York invitados por Dylan. Hacia America, los cabellos largos; eran lo que más escandalizaba a los americanos de orden, hasta el punto de que, como sostuvo Jerry Rubin en Do it!, las melenas serían a los blancos rebeldes lo que la piel a los negros. También había un lado malo en todo eso; el rock había empujado la industria cultural a cotas más altas, generando grandes beneficios, como prueba el reconocimiento que estaba obteniendo de las jerarquías, simbolizado en la concesión a los Beatles de la medalla del Imperio Británico. En Europa nunca se libraría de los imperativos comerciales, pero otra cosa eran los Estados Unidos, escenario privilegiado de la revuelta contra la sociedad de consumo.
De nuevo en ruta
La marcha de Washington de agosto de 1963 en pro de los derechos de los negros tuvo tal repercusión que en menos de un año, a pesar del asesinato del presidente Kennedy, se aprobaba una ley que sobre el papel ponía punto final a la discriminación racial. Sin embargo, la discriminación económica y social se mantenía, protegida por la policía blanca, tal como denunciaba el predicador Malcolm X, asesinado en febrero de 1965, o tal como ilustraron los disturbios de Watts en agosto del mismo año, que motivaron a Frank Zappa una canción sobre los días en que a los no negros les molestaba ser blanco, Troubles comin’ every day, publicada luego en el álbum de los Mothers Freak out! La necesidad de defenderse condujo a una radicalización de los afroamericanos, creándose en octubre de 1966 el partido de los Panteras Negras. El renacimiento del orgullo negro y las nuevas tácticas de autodefensa influyeron enormemente en los rebeldes blancos de los sesenta. Por otra parte, la lucha pro derechos se veía reforzada por la oposición a la guerra del Vietnam. Al rebelarse contra la guerra los jóvenes protestaban contra la sociedad que la había provocado, denunciando los intereses de clase que se escondían tras ella. Las exigencias de igualdad de razas, paz, libre diálogo, despenalización de las drogas o sexo sin trabas, combatía una moral hipócrita hecha para defender la desigualdad, la explotación, el autoritarismo político y la familia patriarcal, bases del sistema.
Si el anarquismo y el marxismo en sus múltiples versiones no bastaban para explicar la moderna revuelta, en cambio el budismo zen, propugnado por automarginados sociales no violentos que empezaron a llamar hippies, - en el sentido de bohemios, seguidores de la tradición beat y lectores de Alan Watts - ofrecía maneras de descolgarse del sistema, interior y exteriormente, y de buscar al mismo tiempo la armonía con el universo, maneras que casaban mal con la idea de revolución predicada por dichas ideologías. Esa contradicción podía soportarse en los momentos de ascenso de la crisis, cuando su agudización se supone que debía conducir a perspectivas teórico-prácticas menos confusas y más eficaces. La expansión del maoísmo, el fanonismo y el guevarismo, producto de la identificación de los contestatarios con los falsos enemigos del sistema, a saber, la China comunista, el régimen de Castro y los movimientos de liberación nacional, se encargaría de impedir que la confusión se disipase. Hubo músicos como Country Joe que cayeron en la trampa, al llamarse así en honor al nombre de guerra usado por Stalin; o como Joan Baez, que homenajeó a La Pasionaria, la peor escoria estalinista; pero hubo otros que no, por ejemplo, el irónico Frank Zappa, quien se refirió a izquierdistas y derechistas como gente “prisionera de la misma estrechez mental superficial y afónica.”
Por otro lado, para muchos la experiencia espiritual superaba la experiencia política. Por la misma razón, la liberación social se reducía a “liberar la mente” tal como lo había indicado William Blake en “Las bodas del cielo y el infierno”, poema sacado a colación en 1954 por el ensayista Aldous Huxley: “Si las puertas de la percepción fueran depuradas, todo aparecería ante el hombre tal cual es, infinito.” La lectura del libro de Huxley sobre sus experiencias con el peyote, The Doors of perception, llevó a Jim Morrison a llamar a su grupo “las Puertas.” El mismo Morrison comentaría el impulso que le llevaría a explorar aquello que entendía por límites de la realidad: “Yo solía pensar que todo era una gran broma, algo para reírse de ello. Conocía algunas personas que estaban haciendo algo, intentando cambiar el mundo. Yo quería unirme al viaje.” La maría, el ácido lisérgico, la mescalina y los mantras se prestaban más a ese tipo de cambio liberador entendido como un “viaje” mental, que los métodos clásicos de agitación. Por eso el buen rollo ritual de los festivales era preferible a las marchas de protesta. La prensa contracultural hablaba de un “nuevo concepto de celebración” emergiendo desde el interior de las personas de tal modo que la revolución podía concebirse como “un renacimiento de la compasión, la conciencia, el amor y la revelación de la unidad de todos los seres humanos.” El rock tomó esta senda. El LSD, todavía legal, popularizado por Timothy Leary, los Merry Pranksters o Bromistas de Ken Kesey ( el de Alguien voló sobre el nido del cuco) y Neal Cassady (el Dean Moriarty de En el camino), producido en grandes cantidades y repartido gratuitamente en las grandes reuniones festivas hippies, fue el vehículo al que subieron músicos y oyentes, al principio no demasiado diferenciados, puesto que el ambiente comunitario era lo característico.
Los Grateful Dead, la muerte que anuncia el renacimiento – por eso es agradecida - eran “el grupo” de los hippies por excelencia. En The Electric-Kool-Aid Acid Test, Tom Wolfe describió por boca de otros “¡el insólito sonido de los Grateful Dead! ¡Agonía en éxtasis! Un sonido... submarino, la mitad de las veces turbio, tremendamente fuerte pero como generado bajo una catarata, y al mismo tiempo lleno de una especie de espectral sonido vibrato, como si cada cuerda de sus guitarras eléctricas midiese treinta metros y todas ellas vibraran en una sala llena de gas natural, amén del gran órgano eléctrico Hammond, que suena como un Wurlitzer de cinematógrafo, un artilugio diatérmico, un aparato de radioaficionado, un camión de la basura con trituradora a las cuatro de la madrugada, todo en la misma frecuencia...” Con ironía, Eric Burdon dedicaría una canción a la Sandoz, la multinacional que fabricaba el ácido (hoy Novartis.) En enero de 1966 despegó la psicodelia con You’re gonna miss me de la banda de garaje 13th Floor Elevators, los primeros en calificar su música así, hecha a base de alucinógenos. Nótese que la M de marihuana era la treceava letra del alfabeto. Sin embargo, la droga no podía figurar en la letra de las canciones; así por la misma época, otra banda pionera, The Charlatans, vio como su casa de discos desechaba su versión de “Codine”, de la cantautora folk Buffy St Marie, por tratar de la adicción a la codeína. La nueva filosofía fue sintetizada por Timothy Leary en el gran encuentro hippie de enero del 67 en el Golden Gate Park de San Francisco, el Human be-in, con una frase mágica: “Conéctate, sintoniza, pasa de todo.”
El ácido fue el ingrediente que permitió fusionar el rock, el folk, el blues, el soul, el free jazz y el country, produciendo la música de la revolución americana. Expulsó la negatividad de la frustrada clase media urbana, dando a los fugitivos del bienestar que provenían de ella una visión positiva del futuro, simplista, pero que parecía funcionar en colectivos homogéneos no demasiado grandes parasitando las sobras del imperio. El radical yippie Abbie Hoffman levantó acta en el libro titulado expresamente “Róbame” de unos cientos de experiencias alternativas funcionando fuera de los circuitos del dinero. Los músicos, tanto británicos com americanos, buscaron nuevas sonoridades para expresar los estados inexplorados de la mente. Para expresarlos, las canciones de dos o tres minutos eran inservibles, así como los discos pequeños de 45 rpm; los grandes de 33 revoluciones eran más adecuados.
En 1966 salieron Good vibrations de los Beach Boys como parte de un LP inconcluso; Paint it black, en la versión americana del álbum Aftermath de los Rolling Stones; y el disco de larga duración de los Beatles Revolver; estos últimos, deseosos de una imagen menos frívola habían abandonado su línea pop y renunciado a dar más “conciertos.” La tecnología contribuyó bastante a la experiencia sonora. Los estudios de grabación permitían toda clase de mezclas. Las cajas llamadas pedales porque se encendían y apagaban con el pie creaban nuevos efectos de guitarra, bien modulando el sonido como el wah wah, bien distorsionándolo como el fuzz. Un ejemplo de ambos son respectivamente el Vodoo chile y el Purple haze, de Jimi Hendrix. El melotrón, precedecesor de los samplers, permitía reproducir por teclado sonidos previamente grabados en cinta (las trompetas de Strawberry fields forever son obra suya.) Podíamos añadir a la lista diversos instrumentos como violínes eléctricos, guitarras de doce cuerdas, teclados diversos, theremin, banjo, sitar, bongos, botellas, etc., que pusieron su grano de arena en la forja del rock psicodélico. Hubo una banda, Lothar and the Hand People, compositor de un insólito Space hymn, que llegó a colocar al sintetizador Moog (“Lothar”) como cabeza de grupo. La principal característica de la psicodelia era la improvisación. Las canciones, interpretadas en directo, derivaban en largos solos de guitarra espontáneos, traduciendo un escape con ácido de la vida neurótica de la urbe que absorbía la realidad cotidiana. Escogemos al azar Eigh miles high de los Byrds, The Pusher de Steppenwolf, East-West de Paul Butterfield Blues Band, toda ella un solo, The End de los Doors y todas las canciones de Grateful Dead en directo, desde Viola Lee blues hasta Morning dew. Podíamos citar también la agobiante Sister Ray de la Velvet Underground, pero esta banda se situaba en el extremo opuesto del hippismo, perteneciendo a una movida pesimista y autodestructiva que sustituía el ácido por la heroína. Aunque Canned Heat y Janis Joplin llevaran mejor que nadie el ácido al blues, y los Jefferson Airplane resumieran el espíritu hippie en canciones pegadizas tipo Somebody to love, los carismáticos Dead, grupo de capacidades musicales increíbles, fueron el modelo de la creación psicodélica y la música por antonomasia del descuelgue generalizado del final de la década. Al escucharles en aquellos días, se comprendía que sin el rock la vida hubiera sido un error.
Somos los voluntarios de América
San Francisco, y particularmente el barrio de High Ashbury, lleno de mansiones destartaladas donde residían varios grupos conocidos, devino un polo de atracción hippie. John Phillips, de The Mamas and the Papas, compuso para Scott McKenzie una canción que empezaba con “Si vas a San Francisco asegúrate de llevar unas flores en el pelo”, captando la beatitud del momento a la perfección. Las autoridades locales se alarmaron ante una posible invasión de vagabundos y bohemios freaks, en vista de lo cual una treintena de colectivos contraculturales entre los que estaban la comuna Family Dog, los Diggers, The Straight Theatre y el periódico underground San Francisco Oracle, ayudados por iglesias, organizaron un Verano del Amor, un estío donde todo iba a ser gratuito: la música, la comida, el ácido, la asistencia médica, el vestido, el sexo... El festival de Monterey Pop atrajo una multitud. San Francisco se llenó de adolescentes huidos de sus casas, curiosos, desorientados que no sabían adónde ir, colgados, traficantes, chorizos, aprovechados... El éxito del verano había sobrepasado la más optimista de las previsiones, amenazando la existencia de la comunidad de High Ashbury hasta el extremo de forzar en octubre un “Entierro del hippie”, celebración en la que se recomendaba encarecidamente que los pasotas se quedaran en sus casas e hicieran la revolución en sus pueblos porque lo de San Francisco se había acabado. Fue el turno de los Flower Children, los hijos de las clases acomodadas que los fines de semana se vestían con camisas de flores de colores chillones y se ponían cintas en el cabello. Los Seeds les escribieron una marcha.
El estilo hippie se transformó en moda y los freaks abandonaron la ciudad para dejar sitio a los turistas. La música perdía el alma, volviendo al entretenimiento. Los conciertos empezaron a ser de pago. La contracultura, gratuita y desordenada, se convertía en un estudiado producto de consumo. La industria del espectáculo acumulaba más poder, sacando de los grupos a los mejores artistas para hacerlos estrellas del pop a fuerza de talonario. Si el Surrealistic Pillow de los Airplane representaba la cara de la psicodelia, su mensaje libre, el Sgt. Pepper’s lonely hearts club band de los Beatles representaba la cruz, su oficialización bien remunerada. Los Mothers of Invention imitaron grotescamente su portada en un LP titulado “Estamos en esto sólo por dinero.” Hubiéramos sido más indulgentes si no fuera porque los Beatles aceptaron el encargo de la BBC de escribir una canción con todos los tópicos florales, All you need is love, emitida por primera vez al mundo por vía satélite. Corrían malos tiempos para la paz y el amor verdaderos; los halcones que deseaban recrudecer la guerra del Vietnam no se sentían impresionados con las salmodias hippies.
Pero los desertores se organizaban, las minorías raciales se defendían con armas, sucediéndose marchas al Pentágono, desfiles por Wall street y ocupaciones de universidades, demostraciones inicialmente pacíficas que terminaban en algaradas violentas contra la policía. En 1968 la no-violencia perdía el compás, seguía a los acontecimientos en lugar de predecirlos. Las calles hervían. En marzo una multitudinaria marcha antibélica en el pacífico Londres ante la embajada americana acababa en aporreamiento de manifestantes. Los Stones sacaron un sencillo, Street fightin’ man, con la imagen de las agresiones policiales en la portada. La portada del LP al que pertenecía, Beggars banquet, en la que aparecía un retrete con inscripciones ofensivas en la pared, también fue censurada. Digno aderezo de la que probablemente fue el mejor cántico de la década, Simpathy for the devil, hijo bastardo de “Las Flores del Mal” y de “El Maestro y Margarita”, de Baudelaire pues y de Bulgakov, obra ésta última aparecida póstumamente en 1966, verdadero escarnio de la paranoia burocrática del régimen estalinista, que por su parte había silenciado a Bulgakov de por vida. Fueron el único grupo que prestó alguna atención al Mayo francés, y evidentemente, éste mes no fue tema de repertorio del rock.
En los Estados Unidos una patrulla de la policía de tráfico había disparado indiscriminadamente en Orangeburg, Carolina del Sur, contra una manifestación de estudiantes negros, matando a tres e hiriendo a veintiocho. Martin Luther King había sido asesinado por un francotirador. El FBI emprendía su trabajo criminal destinado a acabar con el que sería designado enemigo número uno del Estado, el partido de los Panteras Negras. Con tanta muerte la táctica no violenta tenía los días contados. Muchos concluyeron que el sistema no se podía cambiar por las buenas, y se planteaban hacerlo por las malas. No obstante, el movimiento contra la guerra jugó su última baza en Chicago, lugar donde en agosto tenía que reunirse la Convención del Partido Demócrata para decidir sobre el candidato presidencial. Los radicales convocaron una concentración de tipo festivo. Nash, de C,S, N & Y, a toro pasado, escribió una canción sobre el evento. La emisión de Street fightin’ man fue prohibida por temor a los posibles incidentes, aunque nadie había apelado al enfrentamiento. Como de costumbre, se confiaba en la repercusión mediática de los actos alternativos como instrumento de presión política. Varios grupos se habían comprometido a asistir, pero al final solamente actuaron los MC5, la baza del partido de los Panteras Blancas, el que consideraba el rock como arma revolucionaria. Norman Mailer cubría el evento para la revista Harper’s y William Burroughs, para Esquire. En un principio todo fue tranquilo; se presentó como candidato al cerdo Pigasus en medio del jolgorio, pero el celo represor del alcalde demócrata hizo que las cosas fueran a más y la guerra a la guerra acabó en combate callejero. Hubo montones de heridos y detenidos, quedando procesados los radicales más conocidos.
En noviembre, Richard Nixon ganaba las elecciones, lo que prometía un endurecimiento represivo y una tolerancia cero no ya con el radicalismo, como prueban los asesinatos de militantes Panteras Negras, sino con la conducta venialmente transgresora, como demuestra la condena a diez años de cárcel de John Sinclair por la posesión de dos canutos. Con los ánimos aún por calmar fue anunciado para agosto de 1969 el Festival de Woodstock, en el estado de New York, con una impresionante lista de grupos en cartera. Asistieron cerca de medio millón de personas, muchísimas más de las esperadas. La organización fue caótica, llovía sin parar y algunos de los presentes, entre los que se encontraban los Motherfuckers, “una pandilla con análisis”, se cabrearon porque se les pretendía cobrar la entrada. Rompieron las vallas y todo el mundo ocupó su pedazo de sitio embarrado. Las pérdidas se recuperarían luego con el disco y la película. Los radicales repartieron propaganda, hablaron de paz y amor, y pidieron la libertad de Sinclair; todo con aire de déjà vu. Jimi Hendrix “deconstruyó” el himno de América ante un público dormido. Woodstock representaba el nuevo conformismo de la juventud americana, compuesta en su mayoría por blancos sin problemas económicos, incapaz de hacer otra cosa que permanecer quieta, extasiada, pasiva, ante unos músicos convertidos en estrellas por los que sentía una devoción fetichista, con la buena conciencia de que bastaba con estar; el apelotonamiento pasaba por fraternidad y el colocón, por liberación. Por nada del mundo quería comprometerse ni participar en algo más consistente. Woodstock reproducía la separación espectacular entre público y actores, entre realidad e imagen, tan irrelevante la una como rentable la otra. No era más que una suma de actuaciones de importancia subversiva nula en una atmósfera de rebeldía tópica, una ruina aparente que más tarde daría lugar a un sustancioso pelotazo. Como para confirmar la visión pesimista de la película del año Easy Rider, dirigida por Denis Hopper, donde al final los hippies protagonistas son abatidos por unos americanos “profundos”. Una deriva que acababa mal. Premonitorio.
En septiembre tuvo lugar el juicio de los “Ocho de Chicago”, por conspiración e incitación a la violencia. La expectación despertada era inmensa y Nixon envió a la Guardia Nacional para controlar los manifestantes a punta de pistola. Ante el tribunal, los acusados aprovecharon para dar la vuelta a las acusaciones y ridiculizar el sistema de justicia americano. Bobby Seale, dirigente de los Panteras Negras, llamó cerdo fascista al juez, que le apartó del caso y le condenó a cuatro años por desacato. Los demás, sin pruebas fehacientes que les implicaran, salieron bien librados. Ese mismo mes, el apóstol del LSD Timothy Leary subía su apuesta particular contra el gobierno de los Estados Unidos presentándose a gobernador de California frente al ultraconservador Ronald Reagan. Los Beatles compusieron para su estrambótica campaña Come together. La canción fue boicoteada por la BBC porque los censores pensaron que la frase “él dispara coca cola” aludía a la cocaína. Leary, que repudiaba los narcóticos, fue condenado a diez años por la bolsita de marihuana que le encontraron en un registro.
Esto es el fin, mi amigo el fin
Como no hay dos sin tres, algunos avispados pensaron repetir la jugada de Woodstock en la costa oeste. La policía de San Francisco blindó la ciudad contra festivales, así que al final el emplazamiento del Speed free festival fue Altamont, en el norte de California. Los Rolling Stones servían de reclamo de una nueva celebración cuyo orden debían garantizar los Ángeles del Infierno, pandilla motera lo más opuesta al rollo hippie. Pues bien, ni los asistentes se quedaron parados, ni tampoco los Angels. El alcohol mezclado con anfetaminas, un fármaco psicotrópico que causa hiperactividad, se sobrepuso al ácido y aquello degeneró en avalanchas y broncas, recibiendo por igual músicos y escuchas. Cuatro muertos certificaron el final de la “nación Woodstock” a tan solo cuatro meses de su aparición. En Altamont la masa consumidora no se soportaba ni a sí misma y en su histérico descontrol sufrió las intemperancias de un servicio de orden que ejercía su tarea de la misma manera que hubiera hecho la policía. No fue el peor día del rock, fue la muerte del rock tal como había sido hasta entonces. Se estaba convirtiendo en un componente más de la cultura de masas y en un verdadero negocio capaz de beneficiarse de cualquier situación.
Cuando el 4 de marzo de 1970 la Guardia Nacional disparó a los universitarios de Kent, en el estado de Ohio, matando a cuatro, se cerró el ciclo de la revolución americana. Neil Young, de C, S, N & Y, compuso una sentida canción de denuncia que tituló Ohio. Fue un éxito que no sirvió para nada; los asesinos no fueron molestados. Young señalaba con tristeza que al final las desdichadas muertes sólo le habían hecho ganar dinero. El 15 de mayo de ese mismo año la policía disparó a mansalva contra los estudiantes de la Universidad estatal de Jackson, Mississippi, que protestaban contra la invasión norteamericana de Camboya, matando a dos e hiriendo a catorce. Y el 10 de junio, tras meses de algaradas, la policía enviada por el gobernador Reagan cargaba brutalmente contra los estudiantes de la Universidad de California, en Santa Bárbara, que se manifestaban en el Perfect Park de Isla Vista protestando por la imposición de la ley marcial en la zona, el mayor foco de radicalismo. Los detenidos tras duros enfrentamientos se contaron a centenares. Un grupo pijo playero al que mejoraron las drogas convirtieron Riot in Cell Block Nine en una canción dedicada a las revueltas, Student Demostration Time, con repercusión nula: ya había pasado un año, la canción no salió en disco sencillo y... ¡eran los Beach Boys! grupo del que cabe recordar que había empezado con otra conversión de signo contrario, la que transformó Sweet little sixteen, de Chuck Berry, en un empalagoso Surfin’ U.S.A. El show bussiness y la industria discográfrica habían adelantado en osadía a los contestatarios (claro que las fuerzas del orden y las drogas duras aplanaban el camino.)
El mismo mes de junio el Summer Pop Festival de Cincinnati, también en Ohio, lanzó a bandas precursoras como The Stooges o Grand Funk. En agosto de 1970 hubo un intento de reedición de la “magia” de Woodstock en Goose Lake, estado de Michigan, al que dieron credibilidad la presencia de los Panteras Blancas y la coalición STP -Serve the People o Stop the Pigs, segun se prefiera- trabajando para la liberación de Sinclair y de todos los presos políticos. El día escogido no fue casual; era el 25 aniversario de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, o sea, que la idea subyacente era antinuclear. Pero más que un mensaje, aquello no era más que un adorno y una excusa. Actuaron grupos veteranos y nuevos, todos blancos, entre los que destacaríamos, aparte de las belicosas bandas de Detroit, a Chicago y Ten Yers After, ante una multitud de doscientas mil personas, la mayoría colocadas, que dieron poco que hacer a un servicio de orden amistoso. La presencia del caballo fue notoria; las drogas como la heroina eran las indicadas para una unificación virtual de todo lo que en la realidad permanecía separado. Sospechosamente, los camellos, que valga la redundancia, hicieron su agosto, no fueron molestados por la policía. Hasta para los menos lúcidos aquello tenía un regusto rancio de circo, de gueto, de trapicheo, que marcaba sin la menor duda el final de una era.
Los festivales continuaron, en Toronto, en la isla de Whight, en otras partes, sin que la dominación se inmutara. No es que el Poder cediera terreno ante una tropa dispuesta a no entrar en batalla, es que aprendía a modernizarse. Los alucinógenos eran para muchos el único medio de deshacerse de los valores inculcados por el sistema, el camino de la unión del individuo liberado y consciente de su ser más profundo con el cosmos, y así parecía creerlo éste, puesto que castigaba su consumo con saña. Pero desde el momento en que el propio sistema cambiaba de valores y adaptaba los de sus críticos, las drogas cambiaban de función: formaban parte de un mecanismo de evasión, tanto los opiáceos o las anfetaminas, como las plantas o los hongos sagrados de los indios, obedecían a un perverso deseo de ebriedad, no de conciencia, eran pues una herramienta de readaptación. El drop out era una invitación a olvidarse de los convencionalismos que desembocaba en la pasividad, no en la transformación revolucionaria de la sociedad. El formato del recinto festivalero, tolerante con los estupefacientes, servía de válvula de escape, ceremonial del pasotismo manso, pausa relajante entre dos momentos de sumisión. A un lado el intérprete, al otro la audiencia drogada y en medio los gorilas. El público colocado se limitaba a reproducir patrones estereotipados de rebeldía virtual, anticipando modelos de integración a los avispados mercaderes de la cultura.
La sociedad industrial avanzada empezaba a practicar un laissez-faire al que llamaba tolerancia, más adecuado a sus intereses. Era el tipo de tolerancia represiva que favorecía la tiranía del aparato, pues correspondía a la necesaria transición capitalista del conservadurismo a la permisividad. La sociedad de consumo no es ascética y regulada, sino hedonista y transgresora. Con inusitada velocidad la sociedad espectacular de mercado adoptaba finalmente una moral laxa y utilitaria más acorde con el desarrollismo y no se escandalizaba por nada. No respetaba ni a los muertos: los cadáveres de Brian Jones, Keith Moon, Janis Joplin, Jimi Hendrix o Jim Morrison fueron despiadadamente mitificados. Vive rápido, muere pronto y deja un bonito póster. El sistema también se había apuntado al rock, a la meditación trascendental, al psicoanálisis, al sexo y a la maría, y no le costaba demasiado aguantar los mensajes desencantados y el comportamiento histriónico y autodestructivo de los nuevos rockeros envueltos en una música ruda y estrepitosa. Temas como TVEye de Iggy Pop o School’s out de Alice Cooper ya no despertaban la censura. El sistema, hasta cierto punto, pasaba. No había futuro, futuro revolucionario se entiende.
Si hubieron acontecimientos que revelaran sin tapujos el rostro verdadero de aquél fascismo encubierto presidido por Nixon esos fueron el asesinato de George Jackson, uno de los “Soledad Brothers”, a manos de los guardianes de la prisión de San Quintín el 21 de agosto, y la matanza de los presos amotinados de la cárcel de Attica planeada por el gobernador Rockefeller un día de septiembre de 1971. Dylan grabó con la guitarra acústica dos versiones de su George Jackson en un sencillo que no figuraría en ningún álbum. Tom Paxton testimonió el suceso de Ática con una canción narrativa en la mejor línea folk, The hostage, y el mismo John Lennon sacó una tonadilla resultona de un pacifismo trasnochado ideal para incondicionales. Puede que ya no fueran tiempos para cantar, pero con centenares de militantes apuntándose a la guerrilla urbana, lo seguro era que no estaban para discursos buenrollistas del estilo de “vayamos juntos con el movimiento, tomemos partido por los derechos humanos.” Convenía más la frase dylanesca de Subterranean homesik blues: “No necesitamos hombres del tiempo para saber el modo con que el viento sopla.” En efecto, “Weathermen” fue el nombre escogido por la mayor organización armada norteamericana de los setenta.
Cuanto más alto se sube, más dura será la caída. Como corresponde al cambio de época, los primeros setenta vieron como las bandas más auténticas llegaban a la cumbre de su creatividad en plena contrarrevolución, produciendo obras que agredían el gusto de las masas moderadamente rebeldes que los habían encumbrado, antes de decidirse a formar parte de la “mayoría silenciosa” de Nixon y Agnew. Muchas se negaban a aceptar el papel de ídolo reflejando los nuevos valores conformistas, por lo que no tenían más camino que la disolución (Beatles, Doors) o la copia de si mismas (Temptations, Sly y la Familia Stone). Los Stones tras Exile on Main street no pararon de repetirse. Otras aflojaban, echaban marcha atrás o se agotaban (The Band, Byrds, Kinks, Who), sin dispensarse algunas de dejar para la posteridad una aburrida y pretenciosa “opera rock.” Finalmente, hubo grupo que protagonizó cambios de estilo inverosímiles; tal es el caso de los Jefferson Starship, los vergonzosos restos del naufragio de Airplane. Por otro lado, el rock legítimo, el que podían representar Captain Beefheart, Tom Petty, Lou Reed, Pattie Smith o Ramones pongamos por caso, se había vuelto minoritario y progresivamente despolitizado.
En un contexto destroy, nihilista e iracundo, donde el Caos era la meta más apetecible, la palabra “hippie” adquirió connotaciones de vetustez, idiotismo e impotencia. Fuera de algunos estrechos círculos de resistentes, el rock había perdido su aura y, tanto si se comprometía como si se prestaba a la evasión, se iba volviendo predecible y rutinario, sofisticado y aparatoso; una música decadente hecha por narcisistas para distracción de una juventud onanista que reclamaba su dosis de alienación sinfónica o de cualquier otro tipo. Una música en cierto modo optimista, que tranquilizaba y relajaba, tal como deseaba el nuevo orden. Las innovaciones técnicas de los setenta como los samplers, los sintetizadores y las cajas de ritmos se comieron la guitarra, el bajo y la batería. Family Affair, de Sly Stone, fue el primer tema en salir de una de esas cajas, algo que se volvió habitual pocos años después con la música disco. Por otra parte, el nuevo rock era menos música que circo: establecía una relación con su público mediatizada por la imagen y el glamour. La vedette dependía del peluquero, del vestuario y de la televisión más que de su talento. La separación es la regla del espectáculo que se conserva en la comunión beata con la imagen del “ídolo”, sea por vía del shock escénico o por la del get high (subidón) con fármacos. En privado, adquirió importancia el videoclip promocional; en directo, se revolucionó la puesta en escena con efectos varios, logotipos, juegos de luces, bengalas, humos, proyecciones, grúas, pasarelas, plataformas, coreografías... El “fan” devino el perfecto animal domesticado. El ruido ensordecedor de los cada vez más potentes equipos combinado con las rayas, las pastillas y el agua mineral conseguía provocar en él una especie de frenesí autista, la forma pajillera de la pasividad. Esa autoagitación masoquista se generalizó con el renacimiento de las discotecas, más grandes y mejor concebidas, que dieron la puntilla a la música en directo de los pubs, teatros y salas. Emergió un tipo de música fácil y machacona que hizo furor, el dance, organizada por un nuevo maestro de ceremonias, el pinchadiscos. La letra y los acordes se redujeron a la mínima expresión. El ritmo se simplificó al máximo y ocupó el espacio de la melodía, que degeneró en sonsonete. Un nuevo soporte audio como la cinta cassette prometía democratizar la grabación haciéndola asequible a cualquier grupo, pero no fue así porque la música pop había cambiado de función. Lo de menos era la creatividad; ahora el pop rellenaba el vacío de una vida determinada por los imperativos de consumo. El resultado final era siempre el mismo: el conformismo.
En realidad, el cassette dio un paso más hacia la privatización y el cocooning, llevando dicha música adonde el vinilo no podía, especialmente al automóvil, la prótesis del individuo alienado moderno y el símbolo de su poderosa impotencia. Las audiencias se fragmentaron, diversificándose los mercados según la franja de edad y el tipo de consumidor. Fue la apoteosis del hedonismo de la mercancía: de la “marcha”, de lo fun, de la pose cool, de las pintas guay. En resumen, la epifanía completa del espectáculo. La autenticidad se pagaba con la marginación. Esa era la fuerza de la sociedad de masas. Ninguna opción con pretensiones de veracidad podía escapar del limitado circuito en el que se inscribía, sucumbiendo en la repetición y la trivialidad a manos de sus seguidores transformados en tribus urbanas. Así pasó con el heavy metal, con el reggae, con el punk. El rock ya no servía de dique a la barbarie modernizada: era un género acabado, un medio estéril, un fantasma, una reliquia, una estafa. Era la música del otro bando. Existía porque eran muchos los intereses en juego, nacidos a la sombra de la industria de la evasión. La revolución y la diversión ya no caminaban juntas, perdiendo la una su dimensión ludico-popular y la otra, su carácter subversivo. Se pueden comprender mejor los fracasos de los movimientos revolucionarios de entonces prestando atención a la regresión rockera que traducía la victoria de la cultura espectáculo y la disolución de las clases peligrosas en masas consumistas. Cierto que todos sus elementos básicos ya estaban presentes en los sesenta, pero fue en la década posterior cuando sin trabas se desarrollaron exponencialmente. Desde entonces muchos estilos musicales con mejores o peores intenciones y con mayor o menor fortuna dieron que hablar. Ninguno sobrepasó su gueto particular, porque ninguno logró expresar las esperanzas universales de libertad y autorrealización como el rock de aquella época; ninguno enseñó tanto a desaprender, ni desafió tan eficazmente al orden, ni alentó tanto tiempo la protesta.
Miguel Amorós
Última edición por Axlferrari el 07.03.24 15:46, editado 3 veces
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
Hay una entrevista de Miguel Amorós en Ruta 66, número 339 (julio 2016).
Entrevista completa : https://www.jaimegonzalo.com/textos/entrevistas/miquel-amoros-nostalgia-rock-arma-de-lucha/
Entrevista traducida en inglés : https://libcom.org/library/interview-ruta-66-miguel-amor%C3%B3s
Entrevista completa : https://www.jaimegonzalo.com/textos/entrevistas/miquel-amoros-nostalgia-rock-arma-de-lucha/
Entrevista traducida en inglés : https://libcom.org/library/interview-ruta-66-miguel-amor%C3%B3s
El rock en el pasado fue un catalizador de energías revolucionarias y la nostalgia tiende a idealizarlo. Recordamos un tiempo donde la monótona vulgaridad del presente no se presentaba como creativa y original, y donde la autenticidad se colaba por los resquicios que dicha monotonía no conseguía tapar. La añoranza de lo perdido no me ha convertido en un patético viejo roquero estilo Miguel Ríos, sino que me sirve como arma en la lucha por un futuro distinto del que los dirigentes nos acarrean.
Última edición por Axlferrari el 10.12.21 3:07, editado 1 vez
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
El primer post ea el libro entero?
Balachina- Mensajes : 23896
Fecha de inscripción : 23/08/2012
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
Quien es S _ _ _ K de la portada?
almorvi- Mensajes : 15832
Fecha de inscripción : 28/10/2008
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
Es una versión un poco más corta que el libro. Pero lo esencial está ahí.Balachina escribió:El primer post ea el libro entero?
Grace Slick (Jefferson Airplane).almorvi escribió:Quien es S _ _ _ K de la portada?
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
Una entrevista reciente de Miguel sobre el antidesarrollismo.
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
El texto de Amorós ha sido traducido en inglés.
Rock for beginners : https://libcom.org/library/rock-beginners-miguel-amor-s
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
El Estado con mascarilla
Último avatar de la mundialización, por Miguel Amorós : https://kaosenlared.net/el-estado-con-mascarilla/
Último avatar de la mundialización, por Miguel Amorós : https://kaosenlared.net/el-estado-con-mascarilla/
- Spoiler:
Importancia del Estado en la nueva fase autoritaria del capitalismo
La actual crisis ha significado unas cuantas vueltas de tuerca en el control social por parte del Estado. Lo principal en esa materia ya estaba bastante bien implantado porque las condiciones económicas y sociales que hoy imperan así lo exigían; la crisis no ha hecho más que acelerar el proceso. Estamos participando a la fuerza como masa de maniobra en un ensayo general de defensa del orden dominante frente a una amenaza global. El coronavirus 19 ha sido el motivo para el rearme de la dominación, pero igual hubiera servido una catástrofe nuclear, un impasse climático, un movimiento migratorio imparable, una revuelta persistente o una burbuja financiera difícil de manejar. No obstante la causa no es lo de menos, y la más verídica es la tendencia mundial a la concentración de capitales, aquello a lo que los dirigentes llaman indistintamente mundialización o progreso. Dicha tendencia halla su correlato en la tendencia a la concentración de poder, así pues, al refuerzo de los aparatos de contención, desinformación y represión estatales. Si el capital es la sustancia de tal huevo, el Estado es la cáscara. Una crisis que ponga en peligro la economía globalizada, una crisis sistémica como dicen ahora, provoca una reacción defensiva casi automática y pone en marcha mecanismos disciplinarios y punitivos de antemano ya preparados. El capital pasa a segundo plano y entonces es cuando el Estado aparece en toda su plenitud. Las leyes eternas del mercado pueden tomarse unas vacaciones sin que su vigencia quede alterada.
El Estado pretende mostrarse como la tabla salvadora a la que la población debe de agarrarse cuando el mercado se pone a dormir en la madriguera bancaria y bursátil. Mientras se trabaja en el retorno al orden de antes, o sea, como dicen los informáticos, mientras se intenta crear un punto de restauración del sistema, el Estado interpreta el papel de protagonista protector, aunque en la realidad este se asemeje más al de bufón macarra. A pesar de todo, y por más que lo diga, el Estado no interviene en defensa de la población, ni siquiera de las instituciones políticas, sino en defensa de la economía capitalista, y por lo tanto, en defensa del trabajo dependiente y del consumo inducido que caracterizan el modo de vida determinado por aquella. De alguna forma, se protege de una posible crisis social fruto de otra sanitaria, es decir, se defiende de la población. La seguridad que realmente cuenta para él no es la de las personas, sino la del sistema económico, esa a la que suelen referirse como seguridad “nacional”. En consecuencia, la vuelta a la normalidad no será otra cosa que la vuelta al capitalismo: a los bloques colmena y a las segundas residencias, al ruido del tráfico, a la comida industrial, al transporte privado, al turismo de masas, al panem et circenses… Las formas extremas de control como el confinamiento y la distancia interindividual terminarán, pero el control continuará. Nada es transitorio: un Estado no se desarma por propia voluntad, ni prescinde gustosamente de las prerrogativas que la crisis le ha otorgado. Simplemente, “hibernará” las menos populares, tal como ha hecho siempre. Tengamos en cuenta que la población no ha sido movilizada, sino inmovilizada, por lo que es lógico pensar que el Estado del capital, más en guerra contra ella que contra el coronavirus, trata de curarse en salud imponiéndole condiciones cada vez más antinaturales de supervivencia.
El enemigo público designado por el sistema es el individuo desobediente, el indisciplinado que hace caso omiso de las órdenes unilaterales de arriba y rechaza el confinamiento, se niega a permanecer en los hospitales y no guarda las distancias. El que no comulga con la versión oficial y no se cree sus cifras. Evidentemente, nadie señalará a los responsables de dejar a los sanitarios y cuidadores sin equipos de protección y a los hospitales sin camas ni unidades de cuidados intensivos suficientes, a los mandamases culpables de la falta de tests de diagnóstico y respiradores, o a los jerarcas administrativos que se despreocuparon de los ancianos de las residencias. Tampoco apuntará el dedo informativo a expertos desinformadores, a empresarios que especulan con los cierres, a los fondos buitre, a los que se beneficiaron con el desmantelamiento de la sanidad pública, a quienes comercian con la salud o a las multinacionales farmacéuticas… La atención estará siempre dirigida, o mejor teledirigida, a cualquier otro lado, a la interpretación optimista de las estadísticas, al disimulo de las contradicciones, a los mensajes paternalistas gubernamentales, a la incitación sonriente a la docilidad de las figuras mediáticas, al comentario chistoso de las banalidades que circulan por las redes sociales, al papel higiénico, etc. El objetivo es que la crisis sanitaria se compense con un grado mayor de domesticación. Que no se cuestione un ápice la labor de los dirigentes. Que se soporte el mal y que se ignore a los causantes.
La pandemia no tiene nada de natural; es un fenómeno típico de la forma insalubre de vida impuesta por el turbocapitalismo. No es el primero, ni será el último. Las víctimas son menos del virus que de la privatización de la sanidad, la desregulación laboral, el despilfarro de recursos, la polución creciente, la urbanización desbocada, la hipermovilidad, el hacinamiento concentracionario metropolitano y la alimentación industrial, particularmente la que deriva de las macrogranjas, lugares donde los virus encuentran su inmejorable hogar reproductor. Condiciones todas ellas idóneas para las pandemias. La vida que deriva de un modelo industrializador donde los mercados mandan es aislada de por sí, pulverizada, estabulada, tecnodependiente y propensa a la neurosis, cualidades todas que favorecen la resignación, la sumisión y el ciudadanismo “responsable”. Si bien estamos gobernados por inútiles, ineptos e incapaces, el árbol de la estupidez gobernante no ha de impedirnos ver el bosque de la servidumbre ciudadana, la masa impotente dispuesta a someterse incondicionalmente y encerrarse en pos de la seguridad aparente que le promete la autoridad estatal. Esta, en cambio, no suele premiar la fidelidad, sino guardarse de los infieles. Y, para ella, en potencia, infieles lo somos todos.
En cierto modo, la pandemia es una consecuencia del empuje del capitalismo de estado chino en el mercado mundial. La aportación oriental a la política consiste sobre todo en la capacidad de reforzar la autoridad estatal hasta límites insospechados mediante el control absoluto de las personas por la vía de la digitalización total. A esa clase de virtud burocrático-policial podría añadirse la habilidad de la burocracia china en poner la misma pandemia al servicio de la economía. El régimen chino es todo un ejemplo de capitalismo tutelado, autoritario y ultradesarrollista al que se llega tras la militarización de la sociedad. En China la dominación tendrá su futura edad de oro. Siempre hay pusilánimes retardados que lamentarán el retroceso de la “democracia” que el modelo chino conlleva, como si lo que ellos denominan así no fuera otra cosa que la forma política de un periodo obsoleto, el que correspondía a la partitocracia consentida en la que ellos participaban gustosamente hasta ayer. Pues bien, si el parlamentarismo empieza a ser impopular y maloliente para los dirigidos en su mayoría, y por consiguiente, resulta cada vez menos eficaz como herramienta de domesticación política, en gran parte es debido a la preponderancia que ha adquirido en los nuevos tiempos el control policial y la censura sobre malabarismo de los partidos. Los gobiernos tienden a utilizar los estados de alarma como herramienta habitual de gobierno, pues las medidas que implican son las únicas que funcionan correctamente para la dominación en los momentos críticos. Ocultan la debilidad real del Estado, la vitalidad que contiene la sociedad civil y el hecho de que al sistema no le sostiene su fuerza, sino la atomización de sus súbditos descontentos. En una fase política donde el miedo, el chantaje emocional y los big data son fundamentales para gobernar, los partidos políticos son mucho menos útiles que los técnicos, los comunicadores, los jueces o la policía.
Lo que más debe de preocuparnos ahora es que la pandemia no solo culmine algunos procesos que vienen de antiguo, como por ejemplo, el de la producción industrial estandardizada de alimentos, el de la medicalización social y el de la regimentación de la vida cotidiana, sino que avance considerablemente en el proceso de la digitalización social. Si la comida basura como dieta mundial, el uso generalizado de remedios farmacológicos y la coerción institucional constituyen los ingredientes básicos del pastel de la cotidianidad posmoderna, la vigilancia digital (la coordinación técnica de las videocámaras, el reconocimiento facial y el rastreo de los teléfonos móviles) viene a ser la guinda. De aquellos polvos, estos lodos. Cuando pase la crisis casi todo será como antes, pero la sensación de fragilidad y desasosiego permanecerá más de lo que la clase dominante desearía. Ese malestar de la conciencia restará credibilidad a los partes de victoria de los ministros y portavoces, pero está por ver si por sí solo puede echarlos de la silla en la que se han aposentado. En caso contrario, o sea, si conservaran su poltrona, el porvenir del género humano seguiría en manos de impostores, pues una sociedad capaz de hacerse cargo de su propio destino no podrá formarse nunca dentro del capitalismo y en el marco de un Estado. La vida de la gente no empezará a caminar por senderos de justicia, autonomía y libertad sin desprenderse del fetichismo de la mercancía, apostatar de la religión estatista y vaciar sus grandes superficies y sus iglesias.
Miguel Amorós
Confinado en su casa muy a su pesar, el 7 de abril de 2020.
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
Incitación al socialismo autogestionario
https://www.elsaltodiario.com/laplaza/resena-incitacion-al-socialismo-autogestionario
Miguel Amorós: «Hay que guardar distancias higiénicas con el Estado e ir a la autogestión de la sanidad»
https://www.revistahincapie.com/miguel-amoros-hay-que-guardar-distancias-higienicas-con-el-estado-e-ir-a-la-autogestion-de-la-sanidad/
Entrevista reciente de Miguel sobre su libro La Columna de hierro : Hechos reales, hazañas y fabulaciones sobre la célebre milicia revolucionaria del proletariado:
https://www.federacionanarquista.net/entrevista-a-miquel-amoros-en-el-programa-la-nevera-sobre-su-ultimo-libro-sobre-la-columna-de-hierro/
M. Amorós: Los historiadores profesionales y los periodistas adictos al posfranquismo odian por encima de todo al libro más objetivo sobre la guerra civil española: “El Gran Camuflaje”, de Burnett Bolloten. Y precisamente este libro dibuja a la Columna de Hierro con trazos revolucionarios, reproduciendo por primera vez la historia del preso de San Miguel de los Reyes tantas veces reproducida. Ese tipo de desinformadores prolongan la tarea de los jueces verdugos de la Causa General. No hay más que ver quiénes son los que repiten hoy la cantinela difamatoria antaño entonada por los burgueses republicanos, los franquistas y la Iglesia: neofascistas, beatos, reaccionarios, conservadores, posestalinistas… gente de orden, idólatras de la autoridad, que odian los cambios radicales con todas sus fuerzas. La mentira es su arma, tanto como la verdad lo es de la revolución.
En el libro te has centrado más en la retaguardia. Fue la única columna anarquista que la visitó por su cuenta para recordar a los burgueses que no luchaba por la República, sino por la Revolución. La República mitificada por la “izquierda” de ahora queda bastante en ridículo.
M.A.: En los primeros días la iniciativa corrió a cargo de los obreros y campesinos de todas las tendencias, que ocuparon tierras y fábricas con la intención de colectivizarlas. El Gobierno de Giral era un fantasma. La Columna de Hierro fue un elemento más de la marea revolucionaria. Por donde pasaba intentaba arrastrar a la Revolución. El pueblo liberado respondía organizándose y enviándole ropa, comida y dinero. La rapidez y extensión de este proceso revolucionario asustó al Estado, pues tal bagaje le imposibilitaba revertir el Pacto de No Intervención entre las potencias. La única manera de detenerlo era incorporando la CNT al gobierno republicano. Luego sería cuestión de militarizar las milicias y convertirlas en brigadas de un Ejército Popular cuya dirección escaparía de las manos proletarias para ir a parar a manos del Estado. Así pues, el proletariado quedaría neutralizado y desarmado. No hizo falta mucha presión para que la CNT entrara en el Gobierno y entregara las fuerzas que controlaba a los enemigos de dentro.
https://editorialmilvus.net/producto/la-columna-de-hierro/
https://www.elsaltodiario.com/laplaza/resena-incitacion-al-socialismo-autogestionario
Miguel Amorós: «Hay que guardar distancias higiénicas con el Estado e ir a la autogestión de la sanidad»
https://www.revistahincapie.com/miguel-amoros-hay-que-guardar-distancias-higienicas-con-el-estado-e-ir-a-la-autogestion-de-la-sanidad/
Entrevista reciente de Miguel sobre su libro La Columna de hierro : Hechos reales, hazañas y fabulaciones sobre la célebre milicia revolucionaria del proletariado:
https://www.federacionanarquista.net/entrevista-a-miquel-amoros-en-el-programa-la-nevera-sobre-su-ultimo-libro-sobre-la-columna-de-hierro/
M. Amorós: Los historiadores profesionales y los periodistas adictos al posfranquismo odian por encima de todo al libro más objetivo sobre la guerra civil española: “El Gran Camuflaje”, de Burnett Bolloten. Y precisamente este libro dibuja a la Columna de Hierro con trazos revolucionarios, reproduciendo por primera vez la historia del preso de San Miguel de los Reyes tantas veces reproducida. Ese tipo de desinformadores prolongan la tarea de los jueces verdugos de la Causa General. No hay más que ver quiénes son los que repiten hoy la cantinela difamatoria antaño entonada por los burgueses republicanos, los franquistas y la Iglesia: neofascistas, beatos, reaccionarios, conservadores, posestalinistas… gente de orden, idólatras de la autoridad, que odian los cambios radicales con todas sus fuerzas. La mentira es su arma, tanto como la verdad lo es de la revolución.
En el libro te has centrado más en la retaguardia. Fue la única columna anarquista que la visitó por su cuenta para recordar a los burgueses que no luchaba por la República, sino por la Revolución. La República mitificada por la “izquierda” de ahora queda bastante en ridículo.
M.A.: En los primeros días la iniciativa corrió a cargo de los obreros y campesinos de todas las tendencias, que ocuparon tierras y fábricas con la intención de colectivizarlas. El Gobierno de Giral era un fantasma. La Columna de Hierro fue un elemento más de la marea revolucionaria. Por donde pasaba intentaba arrastrar a la Revolución. El pueblo liberado respondía organizándose y enviándole ropa, comida y dinero. La rapidez y extensión de este proceso revolucionario asustó al Estado, pues tal bagaje le imposibilitaba revertir el Pacto de No Intervención entre las potencias. La única manera de detenerlo era incorporando la CNT al gobierno republicano. Luego sería cuestión de militarizar las milicias y convertirlas en brigadas de un Ejército Popular cuya dirección escaparía de las manos proletarias para ir a parar a manos del Estado. Así pues, el proletariado quedaría neutralizado y desarmado. No hizo falta mucha presión para que la CNT entrara en el Gobierno y entregara las fuerzas que controlaba a los enemigos de dentro.
https://editorialmilvus.net/producto/la-columna-de-hierro/
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
Proletariado salvaje, lo último de Miquel Amorós : https://editorialmilvus.net/producto/proletariado-salvaje/
Proletariado salvaje es el nuevo libro de Miguel Amorós publicado por Milvus, una editorial que, como L'Echappée o El Salmón, se opone a las ideologías pseudocríticas que sólo acompañan el despliegue del tecnoliberalismo (eliminación de la cuestión social, deconstrucción a toda costa, relativismo generalizado, artificialización forzada, fascinación por la tecnociencia) y que pretende recuperar el hilo de las corrientes más hostiles al Capital y a las máquinas.
Presentación :
¿Qué empujó a cientos de miles de trabajadores, al margen de partidos y sindicatos, a poner en jaque a los Gobiernos de media Europa durante la década de los setenta? Entre 1968 y 1981 se abrió un periodo de gran conflictividad, un proceso de lucha que abarcó desde la acción de masas hasta la actividad de pequeños grupos armados y que tuvo enfrente un repliegue de la burguesía y del Estado junto a su represión sangrienta. Este movimiento «salvaje» ha sido hoy prácticamente olvidado o relegado a una posición secundaria. Se trata pues, por una parte, de restablecer un periodo histórico importante y poco conocido de la lucha de clases y, por otra, de traer al presente la vigencia de la propuesta práctica de la autonomía en un sentido amplio.
Mientras asistimos al constante aumento de los precios de la energía, la crisis climática y los escenarios de guerra, estallan de nuevo las huelgas salvajes, los boicots o fenómenos como la «gran dimisión». Encontramos en la experiencia autónoma una contribución de gran valor sobre cómo encarar las prácticas revolucionarias y la cuestión de la organización.
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
Cataluña a la sombra del capitalismo – Kaos en la red
"El modo de vida característico de la urbe se ha generalizado, o dicho de otra manera: el vivir se ha industrializado. Al menos desde de los fastos olímpicos del 92, Cataluña es una especie de archipiélago metropolitano, o más claro, un “sistema” urbano fuertemente centralizado. El país orbita alrededor de una enorme conurbación de casi cinco millones y medio de habitantes -una de las más grandes y contaminadas de Europa- conectada con otras más pequeñas, que en conjunto abarca el 16% del territorio. De un modo u otro, todos los catalanes son barceloneses. Cataluña entera obedece a las necesidades de la metrópolis, dictadas por la dinámica desarrollista a ultranza correspondiente a la fase globalizadora. Es la “Cataluña ciudad” soñada por los idealistas burgueses de los ochenta, macrocefálica y depredadora, elitista y fenicia, crisol de trepas y especuladores."
Cuando en Asturias había revoluciones – Kaos en la red
"Una alianza real tenía que producirse en las bases de todas las organizaciones obreras y trasmitirse a sus representantes y a sus comités. Entonces sí podría hablarse de unidad, puesto que el proletariado, en las asambleas y demás organismos emanados de ellas, o sea, en los consejos obreros, estaba en su elemento y podía actuar conforme a su naturaleza en plena libertad. Esa libertad ya no quedaba fijada por dirigentes, sino que se oponía a ellos, por ser negación constante de todo lo que actúa como freno o barrera. Usando de ella en su terreno, el proletariado podía superar las contradicciones entre reforma y revolución, autoridad y libertad. En eso consiste la verdadera unidad, que solamente se dio, y no por completo, en Asturias."
Preguntas para una revista que no acaba de salir – Kaos en la red
"A una sociedad justa y armónica se llega por la libertad, no por la abundancia. Y eso implica ruptura, confrontación, lucha contra las tremendas injusticias y desigualdades causadas por el crecimiento. Es evidente que la fe decrecentista en una vía tranquila es en realidad un escapismo, puesto que rehuye el conflicto y cierra los ojos ante la función desarrollista del Estado y la presencia envolvente de la mercancía."
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
Miquel Amorós: "El capitalismo verde solamente es una huida hacia adelante en el desarrollismo suicida" • (kaosenlared.net)
"Desde la óptica posmoderna, la cuestión social queda disuelta en un océano de identidades, donde la transgresión normativa asistida tecnológicamente substituye a la lucha de clases."
Neoliberalismo y estatización • (kaosenlared.net)
"En definitiva, las crisis han estimulado una involución autoritaria y controladora en todo el mundo capitalista. El despotismo está a la orden del día. En los países con una clase media importante, la seguridad prima sobre la libertad. Así pues, las medidas de excepción son cada día más numerosas y los condicionantes democráticos cada vez más aparentes. La tentación china asedia la mentalidad dirigente, buena parte de la cual considera las instituciones políticas como un obstáculo para el desarrollo e incluso un factor de destrucción de la economía. En consecuencia, las puertas se abren de par en par para una futura epifanía de sistemas dictatoriales más o menos enmascarados con el nacionalismo."
1936: La revolución camuflada • (kaosenlared.net)
"...y en efecto, para la clase derrocada en el 36 la actividad revolucionaria fue criminal."
Mayo 1937. Una encrucijada histórica • (kaosenlared.net)
"Ante todo es una historia de vencedores que ha de aleccionar a los súbditos en el sistema de valores de la actual clase media urbana, el segmento de la población que mejor refleja los ideales de la dominación."
Miquel Amorós, autor en (kaosenlared.net)
"Desde la óptica posmoderna, la cuestión social queda disuelta en un océano de identidades, donde la transgresión normativa asistida tecnológicamente substituye a la lucha de clases."
Neoliberalismo y estatización • (kaosenlared.net)
"En definitiva, las crisis han estimulado una involución autoritaria y controladora en todo el mundo capitalista. El despotismo está a la orden del día. En los países con una clase media importante, la seguridad prima sobre la libertad. Así pues, las medidas de excepción son cada día más numerosas y los condicionantes democráticos cada vez más aparentes. La tentación china asedia la mentalidad dirigente, buena parte de la cual considera las instituciones políticas como un obstáculo para el desarrollo e incluso un factor de destrucción de la economía. En consecuencia, las puertas se abren de par en par para una futura epifanía de sistemas dictatoriales más o menos enmascarados con el nacionalismo."
1936: La revolución camuflada • (kaosenlared.net)
"...y en efecto, para la clase derrocada en el 36 la actividad revolucionaria fue criminal."
Mayo 1937. Una encrucijada histórica • (kaosenlared.net)
"Ante todo es una historia de vencedores que ha de aleccionar a los súbditos en el sistema de valores de la actual clase media urbana, el segmento de la población que mejor refleja los ideales de la dominación."
Miquel Amorós, autor en (kaosenlared.net)
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
Bultaco. Del mito a la realidad (1958-1983) | Argelaga (wordpress.com)
"Justo un mes antes, la masacre de Vitoria había quebrado la ofensiva obrera, bloqueándose la confluencia de luchas y cualquier formulación autogestionaria. Los sindicatos fueron legalizados y los partidos firmaron los Pactos de la Moncloa, fijando barreras a los salarios y límites a las asambleas. Los trabajadores de Bultaco creyeron que afiliándose a la CNT preservarían la dinámica asamblearia, argucia que funcionó durante un corto periodo de tiempo."
Manuscrito encontrado en Vitoria | Pepitas de calabaza
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
La peste ciudadana. La clase media y sus pánicos | Argelaga (wordpress.com)
La clase media es una clase temerosa, espoleada por el miedo, por lo que busca hacer amigos más que enemigos, pero ante todo busca no desequilibrar los mercados; la ambición y la vanidad aparecerán con la seguridad y la calma que proporciona el pacto político y el crecimiento. Al constituirse como sujeto político, su ardor de clase se consume todo ante la perspectiva del parlamentarismo; la contienda electoral es la única batalla que piensa librar, y ésta discurre en los medios y las urnas.
La ideología ciudadanista (con sus modalidades nacionalistas), a la vanguardia del retroceso social, no es una variante pasada por agua del obrerismo estalinoide; es más bien la versión posmoderna del radicalismo burgués. No se reconoce ni siquiera de boquilla en el anticapitalismo, al que considera caducado, sino en el liberalismo social de corte más o menos populista. Esto es así porque ha tomado como punto de partida la existencia degradada de las clases medias y sus aspiraciones reales, por más que se apoye en las masas en riesgo de exclusión, demasiado desorientadas para actuar con autonomía, y asimismo en los movimientos sociales, demasiado débiles para creer y mucho menos desear una reorganización de la sociedad civil al margen de la economía y del Estado. En ese punto, el ciudadanismo es hijo putativo del neoestalinismo fracasado y de la socialdemocracia obstruida.
Miguel Amorós
La clase media es una clase temerosa, espoleada por el miedo, por lo que busca hacer amigos más que enemigos, pero ante todo busca no desequilibrar los mercados; la ambición y la vanidad aparecerán con la seguridad y la calma que proporciona el pacto político y el crecimiento. Al constituirse como sujeto político, su ardor de clase se consume todo ante la perspectiva del parlamentarismo; la contienda electoral es la única batalla que piensa librar, y ésta discurre en los medios y las urnas.
La ideología ciudadanista (con sus modalidades nacionalistas), a la vanguardia del retroceso social, no es una variante pasada por agua del obrerismo estalinoide; es más bien la versión posmoderna del radicalismo burgués. No se reconoce ni siquiera de boquilla en el anticapitalismo, al que considera caducado, sino en el liberalismo social de corte más o menos populista. Esto es así porque ha tomado como punto de partida la existencia degradada de las clases medias y sus aspiraciones reales, por más que se apoye en las masas en riesgo de exclusión, demasiado desorientadas para actuar con autonomía, y asimismo en los movimientos sociales, demasiado débiles para creer y mucho menos desear una reorganización de la sociedad civil al margen de la economía y del Estado. En ese punto, el ciudadanismo es hijo putativo del neoestalinismo fracasado y de la socialdemocracia obstruida.
Miguel Amorós
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
La agonía de la universidad franquista • (kaosenlared.net)
"Las constantes asambleas que se celebraban a diario en las facultades, todas ilegales, indicaban la transformación de la Universidad en foro permanentemente abierto de información y debate. Por primera vez en décadas, la Universidad tal como debiera ser se daba el lujo de existir."
"Las constantes asambleas que se celebraban a diario en las facultades, todas ilegales, indicaban la transformación de la Universidad en foro permanentemente abierto de información y debate. Por primera vez en décadas, la Universidad tal como debiera ser se daba el lujo de existir."
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
Miquel Amorós: "Por la inteligencia del momento actual" • (kaosenlared.net)
"En el escenario territorial tiene lugar, por así decir, otra lucha de clases. Allí se enfrentan dos partidos que representan a dos bandos opuestos, el de la vida y el de la devastación. El primero no pretende apropiarse del sistema capitalista para cambiar lo puesto que es irreformable, y sencillamente quiere desmantelarlo.
El segundo quiere preservarlo a cualquier precio sin escatimar sacrificios. Intenta disimular este combate sirviéndose de farsas electorales, crisis múltiples, conflictos identitarios, idiotismo consumista y represión a discreción, pero la contradicción mayor del sistema de la clase dominante no se aparta de la primera línea."
"En el escenario territorial tiene lugar, por así decir, otra lucha de clases. Allí se enfrentan dos partidos que representan a dos bandos opuestos, el de la vida y el de la devastación. El primero no pretende apropiarse del sistema capitalista para cambiar lo puesto que es irreformable, y sencillamente quiere desmantelarlo.
El segundo quiere preservarlo a cualquier precio sin escatimar sacrificios. Intenta disimular este combate sirviéndose de farsas electorales, crisis múltiples, conflictos identitarios, idiotismo consumista y represión a discreción, pero la contradicción mayor del sistema de la clase dominante no se aparta de la primera línea."
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
Carta de Amorós a Tomás Ibáñez en respuesta a su texto sobre el separatismo : https://archivo.kaosenlared.net/carta-tomas-ibanez/
Un extracto del lúcido texto de Ibáñez :
Me gustaría compartir el optimismo de los compañeros que quieren intentar abrir grietas en la situación actual para posibilitar salidas emancipatorias, sin embargo no puedo cerrar los ojos ante la evidencia de que las insurrecciones populares y los movimientos por los derechos sociales nunca son transversales, siempre encuentran a las clases dominantes formando piña en un lado de las barricadas. Mientras que en los procesos de autodeterminación, y el actual movimiento es claramente de ese tipo, siempre interviene un fuerte componente interclasista.
Esos procesos siempre hermanan a los explotados y a los explotadores en pos de un objetivo que nunca es el de superar las desigualdades sociales. El resultado, corroborado por la historia, es que los procesos de autodeterminación de las naciones siempre acaban reproduciendo la sociedad de clases, volviendo a subyugar las clases populares después de que estás hayan sido la principal carne de cañón en esas contiendas.
Eso no significa que no haya que luchar contra los nacionalismos dominantes y procurar destruirlos, pero hay que hacerlo denunciando constantemente los nacionalismos ascendentes, en lugar de confluir con ellos bajo el pretexto de que esa lucha conjunta puede proporcionarnos posibilidades de desbordar sus planteamientos y de arrinconar a quienes solo persiguen la creación de un nuevo Estado nacional que puedan controlar. Que nadie lo dude, esos compañeros de viaje serán los primeros en reprimirnos en cuanto no nos necesiten, y ya deberíamos estar escarmentados de sacarles las castañas del fuego.
Tomás Ibañez
Barcelona, 26 de septiembre de 2017
Un extracto del lúcido texto de Ibáñez :
Me gustaría compartir el optimismo de los compañeros que quieren intentar abrir grietas en la situación actual para posibilitar salidas emancipatorias, sin embargo no puedo cerrar los ojos ante la evidencia de que las insurrecciones populares y los movimientos por los derechos sociales nunca son transversales, siempre encuentran a las clases dominantes formando piña en un lado de las barricadas. Mientras que en los procesos de autodeterminación, y el actual movimiento es claramente de ese tipo, siempre interviene un fuerte componente interclasista.
Esos procesos siempre hermanan a los explotados y a los explotadores en pos de un objetivo que nunca es el de superar las desigualdades sociales. El resultado, corroborado por la historia, es que los procesos de autodeterminación de las naciones siempre acaban reproduciendo la sociedad de clases, volviendo a subyugar las clases populares después de que estás hayan sido la principal carne de cañón en esas contiendas.
Eso no significa que no haya que luchar contra los nacionalismos dominantes y procurar destruirlos, pero hay que hacerlo denunciando constantemente los nacionalismos ascendentes, en lugar de confluir con ellos bajo el pretexto de que esa lucha conjunta puede proporcionarnos posibilidades de desbordar sus planteamientos y de arrinconar a quienes solo persiguen la creación de un nuevo Estado nacional que puedan controlar. Que nadie lo dude, esos compañeros de viaje serán los primeros en reprimirnos en cuanto no nos necesiten, y ya deberíamos estar escarmentados de sacarles las castañas del fuego.
Tomás Ibañez
Barcelona, 26 de septiembre de 2017
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
Recién publicado : CINCUENTA SOMBRAS SOBRE BONANNO | Traficantes de Sueños
Alfredo M. Bonanno - Wikipedia
Destruyamos el trabajo | Biblioteca anarquista (theanarchistlibrary.org)
Marzo 2024 : La Revolución del 36 • (kaosenlared.net)
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
No se combate a la extrema derecha sin comprender la causa de su auge • (kaosenlared.net)
Las causas probables del ascenso de la extrema derecha en el mundo capitalista :
- Spoiler:
El fenómeno político más llamativo de nuestra época reciente, que con propiedad algunos califican como la época de los dirigentes autoritarios, es el auge de la extrema derecha en los países capitalistas partitocráticos. Hay quien prefiere llamarla nueva derecha radical, ultranacionalista o populista, y los más beligerantes, derecha neofascista. Por alguna razón, una multitud decepcionada y colérica, en parte trabajadora, que se siente lastimada, discriminada o insuficientemente atendida por las instituciones en las que había confiado, se vuelca en esa opción política. Ni Franco, ni Hitler, ni Mussolini han resucitado, por más que el revisionismo histórico dedique a sus regímenes una mirada nostálgica y aliente una relativa comprensión. Se trata de un fenómeno bien moderno. Para una mejor comprensión del mismo habrá que estudiar el contexto en el que se ha producido para desvelar uno a uno los factores que han contribuido a su eclosión y desarrollo. En primer lugar, la desaparición del movimiento obrero.
En el Estado español, al menos, desde los ochenta del siglo pasado, no podemos hablar ni de movimiento obrero, ni de autonomía proletaria, ni de conciencia de clase. Las subidas salariales conseguidas en la década anterior, el temor al paro, sumado todo a la intervención de los sindicatos organizados bajo el paraguas gubernamental que acapararon la negociación y desarticularon los mecanismos asamblearios, provocaron una ola de conformismo tan generalizado que determinó un desclasamiento imposible de revertir. La preponderancia del sector terciario, la automatización de los procesos productivos, la reconversión industrial, la instalación en la periferia de las masas obreras de las grandes urbes y el crecimiento económico relativo a las primeras fases de la globalización, posibilitaron una atmósfera consumista que dio origen a una nueva clase media asalariada. Era el final del movimiento obrero autónomo. El nuevo estilo de vida creó una mentalidad individualista y competitiva muy alejada de los valores que caracterizaron antaño a la clase obrera. Entonces, la vida privada desplazó por completo a la vida social, permitiendo que el sindicalismo y la política se profesionalizasen y se corrompiesen, integrándose en el mundo de la mercancía en tanto que trabajo bien remunerado y oportunidad de ascenso social, claro está, siempre al servicio de los intereses dominantes.
La inmersión en la vida privada, el aislamiento social típico de los bloques del extrarradio metropolitano, la indiferencia hacia la política -traducida en aceptación pasiva del sistema parlamentario-, el endeudamiento y la preocupación por la seguridad fueron los rasgos que mejor definieron a la nueva clase media, o mejor, a la “mayoría cautelosa”, tal como la llamarían posteriormente los asesores del último presidente socioliberal. El nivel de ingresos era secundario, pues apenas alteraba la ideología mesocrática: todavía hoy, cuando la clase media real se empobrece a marchas forzadas, el 60% de la población se considera miembro de esa clase y solamente el 10% se percibe a sí misma como clase trabajadora. El factor clase media ha sido determinante en la parálisis social que se ha mantenido incluso en una situación de clara desigualdad y degradación del llamado por sus panegiristas “Estado del bienestar” o “Estado de derecho”, o más concretamente, el deterioro de los servicios públicos que justificaban el dominio paternal del Estado. El miedo paraliza y esa es la gran pasión de una clase que ignoraba la solidaridad y no sabía qué hacer con la libertad. El pánico alimenta sus fantasmas frente los cuales la demanda de protección contra todo enemigo real o imaginario ocupa el primer lugar de sus reivindicaciones.
La hegemonía de la clase media tuvo consecuencias no solo prácticas, como el abandono del anticapitalismo en los medios populares, sino ideológicas, con el concepto comodín de “ciudadanía”, nuevo sujeto político imaginario del discurso izquierdista. Curiosidades extravagantes habituales en las universidades americanas como el credo queer, la ecología profunda, la interseccionalidad y la teoría crítica de la raza, se expandieron por Europa a una velocidad increíble en los movimientos sociales posmodernos y en la política, hasta lograr que su vocabulario penetrase en la lengua común de los activistas a la page y de los políticos más en la onda. La demolición de las nociones de clase, razón, revolución, emancipación, alienación, apoyo mutuo, proletariado, memoria, comunismo, etc., permitió instalarse al disparate, el contrasentido y el delirio en el pensamiento especulativo y el lenguaje militante, alentando toda clase de conductas irracionales y sectarias. El enemigo explotador ya no eran la burguesía opresora y el Estado; bajo los nuevos parámetros progresistas era el hombre blanco heterosexual y omnívoro, potencial racista y violador. La lucha de clases fue sustituida por la lucha de géneros. El sentimiento identitario lo hizo con la conciencia proletaria. Los piquetes obreros y las huelgas fueron relegados por la nueva caza de brujas o “cultura de la cancelación”. La defensa del territorio se contemplaba como lucha contra el patriarcado… y así sucesivamente. En dos décadas de posmodernidad pequeño-burguesa se produjo una contrarrevolución cultural completa. Las revoluciones que ejercían de pilares históricos para las protestas dejaron de ser referencias. En definitiva, el pensamiento libre, racional y revolucionario quedó liquidado en provecho de la doctrina woke. La dominación financiera está tan consolidada que hoy no necesita razones, le basta con tener la sinrazón de su parte.
La crisis de las finanzas sobrevenida en 2008 sacudió la sociedad capitalista hasta los cimientos. El decantamiento del Estado por los bancos junto con la insuficiencia de paliativos en materia social acarreó una importante desafección hacia los partidos mayoritarios, sin duda el factor principal del auge derechista. El declive y descrédito de los gobiernos alumbrados por el juego partidista, tipificado y etiquetado como “democracia representativa” o simplemente “democracia”, era manifiesto. La clase media -sobre todo sus sectores con rentas bajas y pocos estudios- reaccionaba duramente contra la élite financiera, el Gobierno y las Cortes apoyando a partidos críticos improvisados por la derecha y por la izquierda, y promocionados por los medios de comunicación a bombo y platillo. No tardarían en ser asimilados por el sistema que querían regenerar. El espectáculo de la renovación logró conjurar de momento la crisis política; la económica se contuvo de mala manera con la reducción del gasto público y los intentos de reconversión “verde” de la producción y el consumo. La farsa duró poco ya que la crisis migratoria de 2015 y el episodio de la pandemia aceleraron su fin. El descontento general causado por a dificultad de encontrar trabajo, los empleos precarios, el precio de la vivienda, la desatención sanitaria, las pensiones minúsculas, el precio de la gasolina, etc., no hizo más que acentuar el desapego a la política y reforzar la convicción en la población afectada de que el parlamentarismo había fracasado y ya no funcionaba. Gracias a una crisis prolongada, aparentemente sin salida, el secreto de la élite política se hacía público: no era más que una casta con intereses propios, ajenos a los de sus electores, pero estrechamente ligados a la pervivencia del capitalismo. Las consecuencias del malestar y la frustración de inmediato se hicieron notar con unos niveles de abstención altos y la aparición de partidos populistas que explotaban la sensación de inseguridad de la población atemorizada y lanzaban consignas confeccionadas con los tópicos woke de la izquierda posmoderna vueltos del revés. Si la corrección política, el alarmismo climático y el lenguaje inclusivo ya eran acervo de la clase dirigente, el insulto, el negacionismo y el sexismo compondrán el idioma antisistema del presente. Así lo entiende la nueva populachería, bastante hábil para hacer suyas las reivindicaciones sociales que los partidos clásicos y sindicatos, demasiado incrustados de las estructuras de poder, han descuidado.
La misoginia, la homofobia, la transfobia y el racismo vendrán a adornar sin demasiada originalidad un discurso que reivindica la familia tradicional, la religión católica, el género biológico, la propiedad, la españolidad y los mitos patrióticos. Desaparecidos los ideales universalistas de la clase obrera, su lugar va siendo ocupado por proyectos identitarios nacionalistas, abiertamente xenófobos, hostiles al pluralismo cultural y a las lenguas vernáculas. En ellos, el extranjero es el enemigo supremo, la mayor amenaza para la identidad. Particularmente si es musulmán. La pobreza extrema provocada por la mundialización y la geopolítica en muchos países empujó a montones de inmigrantes hacia las metrópolis capitalistas, donde sobrevivirán con los trabajos basura que nadie quiere, rellenando los vacíos que deja en su retirada una población laboral envejecida. La racialización del proletariado ha sido otro de los factores que explican la progresión de la ultraderecha, pues no solo ha proporcionado a las masas lumpenburguesas un chivo expiatorio ideal, el emigrante indocumentado, presunto delincuente, sino que desvía la atención del verdadero enemigo, la clase dirigente capitalista y sus auxiliares políticos.
La presencia de otros modelos de capitalismo más efectivos como el ruso y el chino, tutelados por hombres fuertes apoyándose, bien en poderosos aparatos policiales y militares, bien en tentaculares burocracias politico-administrativas, ha constituido una fuente de inspiración y un referente para los disidentes del conservadurismo convencional y demás «demócratas alternativos» antiprogresistas. Por eso son partidarios de no alinearse con la política exterior norteamericana. Para el pensamiento autoritario posideológico la inutilidad de los parlamentos se hace extensible a la de los partidos, sindicatos y leyes garantistas, a la vez que el naufragio del liberalismo económico en sus vertientes keynesiana y tatcherista obliga a poner la dirección política de la economía en manos de un líder providencial en buena relación con Rusia, Irán y China. Sin embargo, la derecha extrema no es radicalmente antieuropea, ni se proclama contraria al sistema parlamentario: se inclina a cambiar la UE y los parlamentos desde dentro y poco a poco. En cuestiones institucionales se muestra bastante moderada, puesto que quiere ser ante todo un partido del orden. Para ello ha de ganar elecciones. Y pactar. De nuevo la tecnología proporcionará los instrumentos necesarios para hacer realidad la estrategia ultra: las redes sociales. Será el factor definitivo.
Las redes han desempeñado el mismo papel que jugó antaño la radio en el advenimiento del partido nazi. En los últimos diez años, la información y la política han sufrido una transformación profunda gracias a los algoritmos de las plataformas. La influencia de la prensa oficial ha caído en picado. La comprensión del tiempo se ha oscurecido: el futuro, lugar de las utopías, ha dejado de contar; el pasado, en tanto que depositario de una Edad de Oro a elegir, no sirve más que para legitimar la identidad escogida. El presente es el tiempo hegemónico; el mundo de las redes se ha vuelto furiosamente presentista. En la sociedad de la inmediatez ignorante, la ciudadanía del posizquierdismo se ha convertido en multitud digital, masa que se informa, alimenta anímicamente y se coordina en el ciberespacio en tiempo real. La ocasión, que por otra parte abría las puertas a un control social exhaustivo, fue aprovechada políticamente por los movimientos emergentes posfascistas para promover movilizaciones descontroladas. Su fusión con las redes y las aplicaciones alumbrará un monstruo imposible de frenar. En el cibermundo, los contenidos aberrantes e irracionales despiertan mucha más atención, puesto que provocan reacciones emotivas, polémicas y causan indignación. Por eso, la desinformación, los rumores, las mentiras, los complots y los bulos, adquieren carta de naturaleza: proporcionan a las comunidades virtuales descontentas las nuevas claves para interpretar la realidad. Una fake new se propaga seis veces más rápido que una información verídica. Pues bien, existe un pueblo desencantado y resentido que odia a los políticos (sobre todo a los antiguos antisistema cooptados por el poder) y es cada vez más receptivo a los argumentos que provienen de una realidad paralela a la que describen los periodistas gubernamentales, por lo que resulta fácilmente manipulable por expertos en caos. La información y la política han dado un salto cualitativo en la falsificación al tiempo que la conciencia histórica ha marchado hacia atrás. Desmemoriado y presa de los algoritmos, el pueblo ya no es el que era. Ni tampoco la rabia popular.
Sin diques eficaces y favorecida por la crisis -económica, medioambiental, política, cultural- la marea ultraderechista va a seguir captando adhesiones en los pequeños agricultores, la clase media empobrecida y los trabajadores blancos en vías de exclusión que habitan en las ciudades pequeñas, en las periferias de las grandes y en las áreas desindustrializadas. Está apoderándose de la base social del viejo estalinismo. Paradójicamente, la extrema derecha da menos miedo que el stablishment. El nuevo rumbo europeo al que obliga la futura catástrofe presenta rasgos similares a los que pregona el extremismo. La improbable salida exige medidas desreguladoras en temas medioambientales, políticas de austeridad, aranceles, cambios en los planes de defensa (especialmente en lo que concierne a Ucrania), alternativas al empobrecimiento y preceptos restrictivos en materia de migración y libertades, algo que solo tiene cabida dentro de un repliegue nacionalista. De triunfar la derecha radical, el desmantelamiento controlado de la Unión Europea, sueño de la burguesía ilustrada vencedora del nazismo, se perfilará en el horizonte. El fundamento político que lo sostenía, la alianza entre socialdemócratas y conservadores bendecida por Washington, se irá al garete. En términos de poder real, significaría que parte de los ejecutivos transnacionales se están planteando la continuidad del proyecto europeista, que empieza a resultar oneroso y políticamente cada vez menos viable. Con su final se cerraría un nuevo ciclo capitalista y un nuevo capítulo de la dominación burguesa. Ante los resistentes al desastre se abre un panorama desalentador, aunque inestable al punto de que todas las salidas son posibles. Incluidas las mejores.
Miguel Amorós, 21 de junio de 2024
La lucha de clases fue sustituida por la lucha de géneros. El sentimiento identitario lo hizo con la conciencia proletaria. Los piquetes obreros y las huelgas fueron relegados por la nueva caza de brujas o “cultura de la cancelación”. La defensa del territorio se contemplaba como lucha contra el patriarcado… y así sucesivamente. En dos décadas de posmodernidad pequeño-burguesa se produjo una contrarrevolución cultural completa. Las revoluciones que ejercían de pilares históricos para las protestas dejaron de ser referencias. En definitiva, el pensamiento libre, racional y revolucionario quedó liquidado en provecho de la doctrina woke. La dominación financiera está tan consolidada que hoy no necesita razones, le basta con tener la sinrazón de su parte.
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
El nuevo tocho de Miguel : ¿Qué es el anarquismo? • (kaosenlared.net)
No estoy de acuerdo con todo lo que cuenta (no comparto su culto excesivo de la razón, ni alguna que otra interpretación ideológica), pero sí con su crítica de la obsesión identitaria.
...para confrontar la reacción identitaria, con sus ideas nefastas sobre el poder y la verdad, el género y el sexo, la religión y la raza, el lenguaje y la comida; con su esencialización de las diferencias, su antiuniversalismo, su relativismo, sus enemigos ficticios, su tecnofilia…
No estoy de acuerdo con todo lo que cuenta (no comparto su culto excesivo de la razón, ni alguna que otra interpretación ideológica), pero sí con su crítica de la obsesión identitaria.
...para confrontar la reacción identitaria, con sus ideas nefastas sobre el poder y la verdad, el género y el sexo, la religión y la raza, el lenguaje y la comida; con su esencialización de las diferencias, su antiuniversalismo, su relativismo, sus enemigos ficticios, su tecnofilia…
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
Al anarquismo obrerista lo mató la posibilidad de una subsistencia más allá de vender tu fuerza de trabajo a un patrón, sea por funcionar por cuenta propia o asistido por el Estado vía rentas sociales.
Hoy día el poco anarquismo militante que queda, prácticamente es funcional al progresismo político y su agenda, aunque discursos y consignas sean otros. Un folclore residual.
Y mira que me duele.
Hoy día el poco anarquismo militante que queda, prácticamente es funcional al progresismo político y su agenda, aunque discursos y consignas sean otros. Un folclore residual.
Y mira que me duele.
butanero- Mensajes : 5477
Fecha de inscripción : 11/07/2013
Re: Rock para principiantes, uno de los libros de Miguel Amorós (historia sociopolítica del rock)
La idea de Miguel es precisamente que el anarquismo obrerista, militante y sindical es cosa del pasado. El presente y el futuro de las ideas anarquistas se sitúa, según Miguel, en los antisistema que han roto los vínculos con la sociedad, en la lucha de los indígenas por la defensa del territorio, en la defensa de lo comunitario y en el antidesarrollismo, en la lucha contra el TAV o en los zadistas de Nantes que consiguieron una victoria histórica al impedir la construcción de un nuevo aeropuerto. El territorio es clave ya que es el lugar donde todos los antagonismos sociales se despliegan.butanero escribió:Al anarquismo obrerista lo mató la posibilidad de una subsistencia más allá de vender tu fuerza de trabajo a un patrón, sea por funcionar por cuenta propia o asistido por el Estado vía rentas sociales.
Hoy día el poco anarquismo militante que queda, prácticamente es funcional al progresismo político y su agenda, aunque discursos y consignas sean otros. Un folclore residual.
Y mira que me duele.
Aquí está bien explicado : La esperanza anticatastrofista de Miguel Amorós • (kaosenlared.net)
El carácter ludita de las revueltas en la fase terminal del desarrollismo capitalista • (kaosenlared.net)
Las crisis van a continuar y a la larga sus consecuencias no podrán camuflarse como cuestión política y terminarán emergiendo como cuestión social. Todo dependerá del retorno de la lucha social verdadera, ajena a los medios y a la política, recorrida por iniciativas nacidas en los sectores más desarraigados de las masas, aquellos que tienen poco que perder si se deciden a cortar los lazos que les atan al destino de la clase media y bajan de su carro. Pero dichos sectores potencialmente antisistema hoy parecen agotados, sin fuerzas para organizarse autónomamente, incapaces de erigirse en sujeto independiente, y por eso el ciudadanismo campa a sus anchas, llamando suavemente a la puerta de los parlamentos y consistorios municipales para que le dejen entrar. Esa es la tragicomedia de nuestro tiempo.
El punto culminante y hermoso del anarquismo obrerista, el famoso breve verano de la anarquía, traicionado por los dirigentes :
- Spoiler:
« Todo el mundo estaba, de un modo u otro, en contra de las colectivizaciones, excepto los propios trabajadores. Bien es verdad que la CNT-FAI las reivindicó como suyas, y fueron casi siempre militantes de esas organizaciones que tomaron la iniciativa de crearlas. Pero el decreto que limitaba y desvirtuaba esas colectivizaciones también venía en gran medida de la CNT-FAI.
Los trabajadores que habían realizado y defendido durante largos meses la autogestión de numerosos sectores industriales y agrícolas (y también la de la cultura y la educación, etc.), tenían como enemigos no sólo a los militares y a los fascistas representantes de las clases dominantes de la burguesía y de los latifundistas, sino también «objetivamente» a las nuevas capas burocráticas que, bajo las mismas banderas que ellos, se disponían — ya habían comenzado — a restablecer, bajo formas a veces nuevas la vieja explotación del trabajador asalariado y la jerarquización totalitaria de la vida social. »
"Hoy en el número 69 de la avenida del Paralelo encontramos un anodino bazar en el que nada indica que hubo allí en los años 20 y 30 un bar llamado "La Tranquilidad", frecuentado por sindicalistas y anarquistas. Nada recuerda que allí mismo los obreros barceloneses, organizados en la CNT, derrotaron al ejército faccioso y al fascismo. La ausencia de una sencilla y barata placa certifica que Franco lo dejó todo bien atado. En la Brecha de San Pablo la omisión de cualquier signo de recuerdo, homenaje o conmemoración a la hermosísima victoria del proletariado barcelonés sobre el ejército sublevado, atestigua la amnesia pactada durante la Transición entre franquistas y antifranquistas, y la interesada manipulación que los garantes del orden capitalista, de izquierda o de derecha, hacen de la historia del movimiento obrero.
Pero cuando pases frente a El Molino, recuérdalo y recuérdaselo a otros: ahí en ese lugar, el 19 de julio de 1936 el pueblo de Barcelona derrotó al ejército y al fascismo. Ésa es la mejor placa y el mejor homenaje a nuestros abuelos. Mejor la memoria de la guerra de clases que una placa de metal oxidada."
Son las últimas líneas del capítulo que Agustín Guillamón dedica al Bar La Tranquilidad en su libro recién publicado.
El libro está bajo licencia CC-BY-NC-SA, por lo tanto se puede compartir.
Última página del capítulo sobre los Comités de Defensa de la CNT en Barcelona (1931-1938): "En 1938, los Comités de Defensa, al igual que todos los revolucionarios, estaban ya bajo tierra, en la cárcel o en la clandestinidad más absoluta. No fue la dictadura de Franco, sino la República de Negrín quien acabó con la Revolución."
La turistización compulsiva •
- Spoiler:
BREVE APUNTE SOBRE LA TURISTIZACIÓN COMPULSIVA
Turistización o turistificación es el proceso de transformación descontrolada de lugares costeros, rurales o urbanos mediante su vinculación al turismo de masas. El asalariado de la sociedad desarrollista busca su identidad y el sentido de la vida no en el trabajo o las aficciones, sino en el ocio industrial, que abunda en los centros disneyficados de las ciudades. Lo que hoy impropiamente se sigue llamando ciudad no es más que la máxima expresión del dominio del capital en el espacio habitado in extenso. Y cada vez con mayor frecuencia, dicho capital proviene de la industria del ocio, es decir, del turismo. El actual eslogan contestatario de “La ciudad está en venta”, bajo esa óptica, significa en términos exactos que las aglomeraciones urbanas sometidas a grandes flujos de visitantes, se han convertido en puro mercado inmobiliario, tensionado al límite, donde el espacio es la mercancía, la vivienda, un activo, y el habitante, la molesta excepción. Tales aglomerados, mercantilizados por todos lados, se han vuelto extremadamente nocivos y hostiles al vecindario fijo, considerado poco rentable. Son lugares para visitar y fotografiar, para comprar y vender, pero no para vivir. Lo rentable ahora es lo que no para quieto. La clave de la ganancia es la temporalidad breve, el movimiento, y ¿quién se mueve más que las clases medias y trabajadoras del Norte en sus periodos de ocio programado? En fin, un excesivo aumento de la demanda de hospedaje a través de plataformas virtuales ha atraído como un imán a inversiones especulativas de todo tipo (especialmente de promotores ocultos tras empresas temporales, de fondos buitre y de dinero negro); como consecuencia, el desmesurado importe de la vivienda y el elevado precio de los alquileres -especialmente en los centros históricos y los barrios antaño populares de las conurbaciones donde se acumulan las visitas- y por encima de todo, la expulsión de la población hacia guetos periféricos, han convertido el problema habitacional en la cuestión social por excelencia. Por esos motivos, el turismo de masas urbano, tan ligado a la especulación, se ha visto colocado en el punto de mira de las protestas vecinales. Sin embargo, las propuestas elevadas a una administración desarrollista sin voluntad de contrariar los intereses que subyacen en el mercado turístico y menos aún, de crear una oferta suficiente de alquiler y vivienda social, pecan de ignorar que la valorización compulsiva y exponencial del suelo urbano es un rasgo típico del capitalismo financiero contemporáneo. Así pues, las perspectivas de la lucha por la vivienda respetuosas con los modos capitalistas son poco halagüeñas. La crítica de la industria turística en la que pretende basarse ha de tener más en cuenta las formas especialmente devastadoras de capitalismo en su fase tardía.
El turismo es el fenómeno de depredación cultural y social más característico de la sociedad capitalista globalizada y la cuarta industria de la economía mundial. Esta “industria sin humo” es pues un sector estratégico de primer orden, por lo cual los intereses creados son casi imposibles de erradicar. Los mismos afectados en gran medida dependen de ellos. Cuando desembarcan los turistas, no hay vuelta atrás. Desde los años sesenta del siglo pasado, la economía española ha seguido un modelo desarrollista apoyado casi exclusivamente en la construcción a mansalva y el turismo de masas, al que se consagraba un ministerio. El cambio de régimen no acarreó el abandono del modelo, antes bien el gobierno “democrático” propició su extensión a todo el país. A pesar de resultar evidentes la contaminación, la degradación del medio ambiente, la banalización del territorio, la museificación de los centros antiguos, la destrucción del tejido social de barrios y pueblos, los trabajos de mierda, la proliferación de la cultura basura, etc., a día de hoy, para la clase dirigente, tanto si se expresa por boca de empresarios, de expertos o de políticos, el turismo continúa siendo la respuesta a todos los problemas, una especie de salvavidas, y, como durante el franquismo, es tenido por el “pasaporte al desarrollo”. Tras la impunidad de los sucesivos tsunamis inmobiliarios, aparece el objetivo confeso de toda administración, cualquiera que sea su color político o ecológico, que consiste en posicionar el país, la comunidad autonómica o el municipio, como “destino-líder”, exprimiendo al máximo una fuente de ingresos para pocos cada vez más importante. Desde hace más de sesenta años, o sea, desde la época del despegue, nunca ha sido otro. Frente a la tradicional actividad agraria, comercial o industrial, en vías de desaparición, el negocio turístico se yergue como la manera más rápida de obtener pingües beneficios con una mínima inversión. Ante cada crisis global -en 1973, 1992, 2008, 2020- la mentalidad desarrollista se reafirma y la especialización turística, ahora con las debidas consideraciones vacías a la sostenibilidad, avanza a pasos agigantados en el sur de Europa, y en particular, en la Península Ibérica. Al acabar el siglo, las nuevas leyes del suelo y la reforma de la Ley de Costas traducían la nueva norma del todo edificable, mientras que los vuelos low cost ponían el viaje al alcance de todos los bolsillos. Al final del recorrido legislador, cualquier cosa era susceptible de ser capturada por promotores especuladores y convertida en mercancía turística: todo se volvía turismo. El turismo transformaba el escenario social en espacio suyo, dando lugar a una forma más caníbal de gentrificación.
La diferenciación entre zonas emisoras y zonas receptoras de turistas obedece a una división internacional de la actividad económica: finanzas, tecnología y movilidad por un lado, evasión y entretenimiento industrializado por el otro. En unas se expande en las capas sociales modestas -funcionarios, oficinistas, obreros, estudiantes, jubilados- un estilo de vida hiperconsumista y adicto al desplazamiento obsesivo; en las otras, convertidas en “destinos”, la descapitalización de las actividades tradicionales obliga a la inmersión en el mercado del trabajo volátil y mal pagado creado por la oleada bárbara invasora. Siempre que el turismo se impone en un territorio, urbano o campestre, se desestructura la economía, la política y los hábitos que imperaban hasta entonces en él, quedando este inmerso en una industria global que la viejas élites ya no controlan. Empieza una situación de dependencia económica que tiende a lo absoluto, al tiempo que se acelera el trasvase subcultural de conductas importadas, más efectivo cuando más mediocres y febriles sean aquellas. En ese sentido podemos decir que el turismo de masas es a la vez degradante y neocolonialista. Dejaremos de lado la historia de la turistización del Mediterráneo, desde el primitivo impulso hotelero de los años 60 del siglo pasado y la construcción de bloques residenciales de los 80 -momento del auge posfordista de las clases medias europeas- pasando por las diferentes modalidades que el crecimiento de la industria ha dado lugar por la aceleración de finales de los 90 debida al modelo low cost -momento de la “democratización” radical de la actividad: turismo rural, verde, de adosados, de cruceros, religioso, de congresos, de borrachera, gastronómico, deportivo, etc. Nos centraremos en la última fase de la turistización, la más nociva, a saber, el turismo urbano.
El turismo urbano se desarrolla de forma preocupante a partir de la crisis de 2008, cuando el turismo de “sol y playa” ha tocado techo y la relajación vacacional cede plaza a “nuevos productos turísticos”, especialmente los basados en la realización desenfrenada de selfies con los que confeccionar una identidad virtual. Simultáneamente, los portales digitales debutan con un turismo “colaborativo”, que pronto se revela como pantalla de fondos de inversión internacionales refugiándose en las áreas parquetematizadas de las metrópolis con su patrimonio empaquetado, la nueva materia prima de la industria. Esta última fase viene marcada por la digitalización, que facilita enormemente en tiempo real la organización individual del viaje y la estancia de una multitud jaranera afecta a las redes sociales. Se produce en muy poco tiempo el tránsito de una economía de servicios varios a un monocultivo industrial neto explotado principalmente a través de plataformas y aplicaciones. La demanda de alojamiento se dispara y la vivienda de alquiler se “hoteliza”, o más claramente se convierte en hospedería. Esta reconversión del piso residencial de siempre en albergue de turistas sustrae del mercado una cantidad de alojamientos de tal magnitud que los efectos sobre el precio son letales. La forma de habitar se modifica profundamente a medida que las conurbaciones se articulan alrededor del turismo masivo y del acaparamiento inmobiliario, volviéndose el espacio urbano inasequible para la población trabajadora. A su vez, la “urbanalización” o desnaturalización de la urbe se ha ido generalizando a medida que la población autóctona iba siendo expulsada de sus barriadas originales. Aún así, los primeros síntomas de turismofobia no se produjeron hasta 2017, cuando se hacía más que palpable la sobresaturación de visitantes en los servicios, el transporte y los lugares públicos, y se hacía irreversible el deterioro del patrimonio colectivo y el vaciado de los barrios. Además, el cambio climático, al favorecer la desestacionalización del turismo -la meta de la clase político-empresarial nativa- extendía los efectos de la masificación mucho más allá del veraneo. Sin embargo, el gran desajuste entre oferta y demanda responsable de un desbordamiento sin precedentes de la capacidad de carga turística, ocurrió al superarse la pandemia. La avalancha de foráneos y nacionales empujó a una parte considerable de capitales al mercado del alquiler; mientras tanto, un derecho constitucional muy consensuado quedaba en letra muerta. Una nueva etapa en la turistización peninsular deja atrás a los viejos modelos desarrollistas que pugnaban hipócritamente por un turismo “de calidad” elitista, mientras se manifiesta como partidaria declarada de la máxima suburbanización de las clases populares.
El turismo es por ahora el motor de la economía española y todo indica que lo seguirá siendo en el futuro. Factor de mayor peso en la balanza de pagos, en la inversión y en la acumulación de capitales, tiene detrás poderosos intereses tentaculares, particularmente muy arraigados en las finanzas y el Estado. Cualquier lucha que se plantee una regulación restrictiva del fenómeno turístico, un “decrecimiento” o una repoblación de los centros urbanos, ha de saber que tiene enfrente al capitalismo más corsario, a la administración más sumisa y al Estado más incondicional. Por consiguiente, ha de desplegar una estrategia antiestatal y anticapitalista cuyo eje sea la cuestión del alquiler. Como es obvio, los contestatarios han de apropiarse del antiguo espacio público y actuar desde él. Jugar en su propio terreno. Todo lo demás será pose y palabrería del estilo “turismo responsable”, “planificación sostenible del espacio turístico” o “gestión equilibrada de recursos para el turismo.”
Miquel Amorós
1 de noviembre de 2024.
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