La música de Erich Zann
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La música de Erich Zann
H.P. Lovecraft
He examinado varios planos de la ciudad con suma atención, pero no he vuelto a
encontrar la Rue d´Auseil. No me he limitado a manejar mapas modernos, pues sé
que los nombres cambian con el paso del tiempo. Muy al contrario, me he
sumergido a fondo en todas las antigüedades del lugar y he explorado en persona
todos los rincones de la ciudad, cualquiera que fuese su nombre, que pudiera
responder a la calle que en otro tiempo conocí como Rue d´Auseil. Pero a pesar
de todos mis esfuerzos, no deja de ser una frustración que no haya podido dar
con la casa, la calle o siquiera el distrito en donde, durante mis últimos meses
de depauperada vida como estudiante de metafísica en la universidad, oí la
música de Erich Zann.
Que me falle la memoria no me sorprende lo más mínimo, pues mi salud, tanto
física como mental, se vio gravemente trastornada durante el período de mi
estancia en la Rue d´Auseil y no recuerdo haber llevado allí a ninguna de mis
escasas amistades. Pero que no pueda volver a encontrar el lugar resulta extraño
a la vez que me deja perplejo, pues estaba a menos de media hora andando de la
universidad y se distinguía por unos rasgos característicos que difícilmente
podría olvidar quien hubiese pasado por allí. Lo cierto es que jamás he
encontrado a nadie que haya estado en la Rue d´Auseil.
La Rue d´Auseil quedaba al otro lado de un oscuro río bordeado de empinados
almacenes de ladrillo con los cristales de las ventanas empañados, y se accedía
a ella por un macizo puente de piedra ennegrecida. Estaba siempre lóbrego el
curso de aquel río, como si el humo procedente de las fábricas vecinas impidiera
el paso de los rayos del sol a perpetuidad. Las aguas despedían, asimismo, un
hedor que no he vuelto a percibir en ninguna otra parte y que quizás algún día
me ayude a dar con el lugar que busco, pues estoy seguro de que reconocería ese
olor al instante. Al otro lado del puente podían verse una serie de calles
adoquinadas y con raíles; luego venía la subida, gradual al principio, pero de
una pendiente increíble a la altura de la Rue d´Auseil.
Jamás he visto una calle más angosta y empinada como la Rue d´Auseil. Cerrada
a la circulación rodada, casi era un precipicio consistente en algunos lugares
en tramos de escaleras que culminaban en la cresta en un impresionante muro
cubierto de hiedra. El pavimento era irregular: unas veces losas de piedra,
otras adoquines y a veces pura y simple tierra con incrustaciones de vegetación
de un color verdoso y grisáceo. Las casas altas, con los tejados rematados en
pico, increíblemente antiguas y estaban inclinadas a la buena de Dios hacia
delante o hacia un lado. De vez en cuando podían verse dos casas con las
fachadas frente por frente e inclinadas hacia delante, hasta el punto de formar
casi un arco en medio de la calle; lógicamente, apenas luz alguna llegaba al
suelo que había debajo de ellas. Entre las casas de uno y otro lado de la calle
había unos cuantos puentes elevados.
Los vecinos de aquella calle me producían una extraña impresión. Al principio
pensé que era debido a su natural silencioso y taciturno, pero luego lo atribuí
al hecho de que todos allí eran ancianos. No sé cómo pude ir a parar a semejante
calle, pero no fui yo ni mucho menos el único que se mudó a vivir a aquel lugar.
Había vivido en muchos sitios destartalados, de los que siempre me había visto
desalojado por no poder pagar la renta, hasta que finalmente un día me di de
bruces con aquella casa medio en ruinas de la Rue d´Auseil que guardaba un
paralítico llamado Blandot. Era la tercera casa según se miraba desde la parte
superior de la calle, y la más alta de todas con diferencia.
Mi habitación estaba en el quinto piso. Era la única habitada en aquella
planta, pues la casa estaba prácticamente vacía. La noche de mi llegada oí una
música extraña procedente de la buhardilla que tenía justo encima, y al día
siguiente inquirí al viejo Blandot por el intérprete de aquella música. Me dijo
que la persona en cuestión era un anciano violinista de origen alemán, un hombre
mudo y un tanto extraño, que firmaba con el nombre de Erich Zann y que por las
noches tocaba en una orquestilla teatral. Y añadió que la afición de Zann a
tocar por la noches a la vuelta del teatro era el motivo que le había llevado a
instalarse en aquella alta y solitaria habitación abuhardillada, cuya ventana de
gablete era el único punto de la calle desde el que podía divisarse el final del
muro en declive y la panorámica que se ofrecía del otro lado del mismo.
En adelante no hubo noche que no oyera a Zann, y, aunque su música me
mantenía despierto, había algo extraño en ella que me turbaba. No obstante ser
yo escasamente conocedor de aquel arte, estaba convencido de que ninguna de sus
armonías tenía nada que ver con la música que había oído hasta entonces, de lo
que deduje que tenía que tratarse de un compositor de singular talento. Cuanto
más la escuchaba más me atraía aquella música, hasta que al cabo de una semana
decidí darme a conocer a aquel anciano.
Una noche, cuando Zann regresaba del trabajo, le salí al paso del rellano de
la escalera y le dije que me gustaría conocerlo y acompañarlo mientras tocaba.
Era pequeño de estatura, delgado y andaba algo encorvado, con la ropa
desgastada, ojos azules, una expresión entre grotesca y satírica y prácticamente
calvo. Su reacción ante mis primeras palabras fue violenta a la vez que
temerosa. Con todo, el talante amistoso de mis maneras acabó por aplacarlo, y a
regañadientes me hizo señas para que lo siguiera por la oscura, agrietada y
desvencijada escalera que llevaba a la buhardilla. Su habitación, una de las dos
que había en aquella buhardilla de techo inclinado, estaba orientada al oeste,
hacia el muro que formaba el extremo superior de la calle. Era de grandes
dimensiones, y aun parecía mayor por la total desnudez y abandono en que se
encontraba. Por todo mobiliario había una delgada armadura metálica de cama, un
deslustrado lavamanos, una mesita, una gran estantería, un atril y tres
anticuadas sillas. Apiladas en desorden por el suelo se veían multitud de
partituras. Las paredes eran de tableros desnudos, y lo más probable es que no
hubieran sido revocadas en la vida; por otro lado, la abundancia de polvo y
telarañas por doquier hacían que el lugar pareciese más abandonado que habitado.
En suma, el bello mundo de Erich Zann debía sin duda encontrarse en algún remoto
cosmos de su imaginación.
Indicándome por señas que me sentara, mi anciano y mudo vecino cerró la
puerta, echó el gran cerrojo de madera y encendió una vela para aumentar la luz
de la que ya portaba consigo. A continuación, sacó el violín de la apolillada
funda y, cogiéndolo entre las manos, se sentó en la menos incómoda de las
sillas. No utilizó para nada el atril, pero, sin darme opción y tocando de
memoria, me deleitó por espacio de más de una hora con melodías que sin duda
debían ser creación suya. Tratar de describir su exacta naturaleza es
prácticamente imposible para alguien no versado en música. Era una especie de
fuga, con pasajes reiterados verdaderamente embriagadores, pero en especial para
mí por la ausencia de las extrañas notas que había oído en anteriores ocasiones
desde mi habitación.
No se me iban de la cabeza aquellas obsesivas notas, e incluso a menudo las
tarareaba y silbaba para mis adentros aunque sin gran precisión, así que cuando el
solista depuso finalmente el arco le rogué que me las interpretara. Nada más oír
mis primeras palabras aquella arrugada y grotesca faz perdió la expresión
benigna y ausente que había tenido durante toda al interpretación, y pareció
mostrar la misma curiosa mezcolanza de ira y temor que cuando lo abordé por vez
primera. Por un momento intenté recurrir a la persuasión, disculpando los
caprichos propios de la senilidad; hasta traté de despertar los exaltados ánimos
de mi anfitrión silbando unos acordes de la melodía escuchada la noche
precedente. Pero al instante hube de interrumpir mis silbidos, pues cuando el
músico mudo reconoció la tonada su rostro se contorsionó de repente adquiriendo
una expresión imposible de describir, al tiempo que alzaba su larga, fría y
huesuda mano instándome a callar y no seguir la burda imitación. Y al hacerlo
demostró una vez más su rareza, pues echó una mirada expectante hacia la única
ventana con cortinas, como si temiera la presencia de algún intruso; una mirada
doblemente absurda pues la buhardilla estaba muy por encima del resto de los
tejados adyacentes, lo que la hacía prácticamente inaccesible, y además, por lo
que había dicho el portero, la ventana era el único punto de la empinada calle
desde el que podía verse la cumbre por encima del muro.
La mirada del anciano me hizo recordar la observación de Blandot, y de
repente se me antojó satisfacer mi deseo de contemplar la amplia y vertiginosa
panorámica de los tejados a la luz de la luna y las luces de la ciudad que se
extendían más allá de la cumbre, algo que de entre todos los moradores de la Rue
d´Auseil sólo le era dado ver a aquel músico de avinagrado carácter. Me acerqué
a la ventana y estaba ya a punto de correr las indescriptibles cortinas cuando,
con una violencia y terror aún mayores que los de hasta entonces había hecho
gala, mi mudo vecino se abalanzó de nuevo sobre mí, esta vez indicándome con
gestos de la cabeza la dirección de la puerta y esforzándose agitadamente por
alejarme de allí con ambas manos. Ahora, decididamente enfadado con mi vecino,
le ordené que me soltara, que no pensaba permanecer allí ni un momento más.
Viendo lo agraviado y disgustado que estaba, me soltó a la vez que su ira
remitía. Al momento, volvió a agarrarme con fuerza, pero esta vez en tono
amistoso, y me hizo sentarme en una silla; luego, con aire meditabundo, se
acercó a la desordenada mesa, cogió un lápiz y se puso a escribir en un francés
forzado, propio de un extranjero.
La nota que finalmente me extendió era una súplica en la que reclamaba
tolerancia y perdón. En ella, Zann decía ser un solitario anciano afligido por
extraños temores y trastornos nerviosos relacionados con su música, amén de
otros problemas. Le encantaba que escuchara su música, y deseaba que volviera
más noches y no le tomara en cuenta sus rarezas. Pero no podía tocar para otros
sus extraños acordes ni tampoco soportar que los oyeran; asimismo, tampoco podía
aguantar que otros tocaran en su habitación. No había sabido, hasta nuestra
conversación en el rellano de la escalera, que desde mi habitación podía oír su
música, y me rogaba encarecidamente que hablase con Blandot para que me diera
una habitación en un piso más bajo donde no pudiera oírlo por la noche.
Cualquier diferencia en el precio del alquiler correría de su cuenta.
He examinado varios planos de la ciudad con suma atención, pero no he vuelto a
encontrar la Rue d´Auseil. No me he limitado a manejar mapas modernos, pues sé
que los nombres cambian con el paso del tiempo. Muy al contrario, me he
sumergido a fondo en todas las antigüedades del lugar y he explorado en persona
todos los rincones de la ciudad, cualquiera que fuese su nombre, que pudiera
responder a la calle que en otro tiempo conocí como Rue d´Auseil. Pero a pesar
de todos mis esfuerzos, no deja de ser una frustración que no haya podido dar
con la casa, la calle o siquiera el distrito en donde, durante mis últimos meses
de depauperada vida como estudiante de metafísica en la universidad, oí la
música de Erich Zann.
Que me falle la memoria no me sorprende lo más mínimo, pues mi salud, tanto
física como mental, se vio gravemente trastornada durante el período de mi
estancia en la Rue d´Auseil y no recuerdo haber llevado allí a ninguna de mis
escasas amistades. Pero que no pueda volver a encontrar el lugar resulta extraño
a la vez que me deja perplejo, pues estaba a menos de media hora andando de la
universidad y se distinguía por unos rasgos característicos que difícilmente
podría olvidar quien hubiese pasado por allí. Lo cierto es que jamás he
encontrado a nadie que haya estado en la Rue d´Auseil.
La Rue d´Auseil quedaba al otro lado de un oscuro río bordeado de empinados
almacenes de ladrillo con los cristales de las ventanas empañados, y se accedía
a ella por un macizo puente de piedra ennegrecida. Estaba siempre lóbrego el
curso de aquel río, como si el humo procedente de las fábricas vecinas impidiera
el paso de los rayos del sol a perpetuidad. Las aguas despedían, asimismo, un
hedor que no he vuelto a percibir en ninguna otra parte y que quizás algún día
me ayude a dar con el lugar que busco, pues estoy seguro de que reconocería ese
olor al instante. Al otro lado del puente podían verse una serie de calles
adoquinadas y con raíles; luego venía la subida, gradual al principio, pero de
una pendiente increíble a la altura de la Rue d´Auseil.
Jamás he visto una calle más angosta y empinada como la Rue d´Auseil. Cerrada
a la circulación rodada, casi era un precipicio consistente en algunos lugares
en tramos de escaleras que culminaban en la cresta en un impresionante muro
cubierto de hiedra. El pavimento era irregular: unas veces losas de piedra,
otras adoquines y a veces pura y simple tierra con incrustaciones de vegetación
de un color verdoso y grisáceo. Las casas altas, con los tejados rematados en
pico, increíblemente antiguas y estaban inclinadas a la buena de Dios hacia
delante o hacia un lado. De vez en cuando podían verse dos casas con las
fachadas frente por frente e inclinadas hacia delante, hasta el punto de formar
casi un arco en medio de la calle; lógicamente, apenas luz alguna llegaba al
suelo que había debajo de ellas. Entre las casas de uno y otro lado de la calle
había unos cuantos puentes elevados.
Los vecinos de aquella calle me producían una extraña impresión. Al principio
pensé que era debido a su natural silencioso y taciturno, pero luego lo atribuí
al hecho de que todos allí eran ancianos. No sé cómo pude ir a parar a semejante
calle, pero no fui yo ni mucho menos el único que se mudó a vivir a aquel lugar.
Había vivido en muchos sitios destartalados, de los que siempre me había visto
desalojado por no poder pagar la renta, hasta que finalmente un día me di de
bruces con aquella casa medio en ruinas de la Rue d´Auseil que guardaba un
paralítico llamado Blandot. Era la tercera casa según se miraba desde la parte
superior de la calle, y la más alta de todas con diferencia.
Mi habitación estaba en el quinto piso. Era la única habitada en aquella
planta, pues la casa estaba prácticamente vacía. La noche de mi llegada oí una
música extraña procedente de la buhardilla que tenía justo encima, y al día
siguiente inquirí al viejo Blandot por el intérprete de aquella música. Me dijo
que la persona en cuestión era un anciano violinista de origen alemán, un hombre
mudo y un tanto extraño, que firmaba con el nombre de Erich Zann y que por las
noches tocaba en una orquestilla teatral. Y añadió que la afición de Zann a
tocar por la noches a la vuelta del teatro era el motivo que le había llevado a
instalarse en aquella alta y solitaria habitación abuhardillada, cuya ventana de
gablete era el único punto de la calle desde el que podía divisarse el final del
muro en declive y la panorámica que se ofrecía del otro lado del mismo.
En adelante no hubo noche que no oyera a Zann, y, aunque su música me
mantenía despierto, había algo extraño en ella que me turbaba. No obstante ser
yo escasamente conocedor de aquel arte, estaba convencido de que ninguna de sus
armonías tenía nada que ver con la música que había oído hasta entonces, de lo
que deduje que tenía que tratarse de un compositor de singular talento. Cuanto
más la escuchaba más me atraía aquella música, hasta que al cabo de una semana
decidí darme a conocer a aquel anciano.
Una noche, cuando Zann regresaba del trabajo, le salí al paso del rellano de
la escalera y le dije que me gustaría conocerlo y acompañarlo mientras tocaba.
Era pequeño de estatura, delgado y andaba algo encorvado, con la ropa
desgastada, ojos azules, una expresión entre grotesca y satírica y prácticamente
calvo. Su reacción ante mis primeras palabras fue violenta a la vez que
temerosa. Con todo, el talante amistoso de mis maneras acabó por aplacarlo, y a
regañadientes me hizo señas para que lo siguiera por la oscura, agrietada y
desvencijada escalera que llevaba a la buhardilla. Su habitación, una de las dos
que había en aquella buhardilla de techo inclinado, estaba orientada al oeste,
hacia el muro que formaba el extremo superior de la calle. Era de grandes
dimensiones, y aun parecía mayor por la total desnudez y abandono en que se
encontraba. Por todo mobiliario había una delgada armadura metálica de cama, un
deslustrado lavamanos, una mesita, una gran estantería, un atril y tres
anticuadas sillas. Apiladas en desorden por el suelo se veían multitud de
partituras. Las paredes eran de tableros desnudos, y lo más probable es que no
hubieran sido revocadas en la vida; por otro lado, la abundancia de polvo y
telarañas por doquier hacían que el lugar pareciese más abandonado que habitado.
En suma, el bello mundo de Erich Zann debía sin duda encontrarse en algún remoto
cosmos de su imaginación.
Indicándome por señas que me sentara, mi anciano y mudo vecino cerró la
puerta, echó el gran cerrojo de madera y encendió una vela para aumentar la luz
de la que ya portaba consigo. A continuación, sacó el violín de la apolillada
funda y, cogiéndolo entre las manos, se sentó en la menos incómoda de las
sillas. No utilizó para nada el atril, pero, sin darme opción y tocando de
memoria, me deleitó por espacio de más de una hora con melodías que sin duda
debían ser creación suya. Tratar de describir su exacta naturaleza es
prácticamente imposible para alguien no versado en música. Era una especie de
fuga, con pasajes reiterados verdaderamente embriagadores, pero en especial para
mí por la ausencia de las extrañas notas que había oído en anteriores ocasiones
desde mi habitación.
No se me iban de la cabeza aquellas obsesivas notas, e incluso a menudo las
tarareaba y silbaba para mis adentros aunque sin gran precisión, así que cuando el
solista depuso finalmente el arco le rogué que me las interpretara. Nada más oír
mis primeras palabras aquella arrugada y grotesca faz perdió la expresión
benigna y ausente que había tenido durante toda al interpretación, y pareció
mostrar la misma curiosa mezcolanza de ira y temor que cuando lo abordé por vez
primera. Por un momento intenté recurrir a la persuasión, disculpando los
caprichos propios de la senilidad; hasta traté de despertar los exaltados ánimos
de mi anfitrión silbando unos acordes de la melodía escuchada la noche
precedente. Pero al instante hube de interrumpir mis silbidos, pues cuando el
músico mudo reconoció la tonada su rostro se contorsionó de repente adquiriendo
una expresión imposible de describir, al tiempo que alzaba su larga, fría y
huesuda mano instándome a callar y no seguir la burda imitación. Y al hacerlo
demostró una vez más su rareza, pues echó una mirada expectante hacia la única
ventana con cortinas, como si temiera la presencia de algún intruso; una mirada
doblemente absurda pues la buhardilla estaba muy por encima del resto de los
tejados adyacentes, lo que la hacía prácticamente inaccesible, y además, por lo
que había dicho el portero, la ventana era el único punto de la empinada calle
desde el que podía verse la cumbre por encima del muro.
La mirada del anciano me hizo recordar la observación de Blandot, y de
repente se me antojó satisfacer mi deseo de contemplar la amplia y vertiginosa
panorámica de los tejados a la luz de la luna y las luces de la ciudad que se
extendían más allá de la cumbre, algo que de entre todos los moradores de la Rue
d´Auseil sólo le era dado ver a aquel músico de avinagrado carácter. Me acerqué
a la ventana y estaba ya a punto de correr las indescriptibles cortinas cuando,
con una violencia y terror aún mayores que los de hasta entonces había hecho
gala, mi mudo vecino se abalanzó de nuevo sobre mí, esta vez indicándome con
gestos de la cabeza la dirección de la puerta y esforzándose agitadamente por
alejarme de allí con ambas manos. Ahora, decididamente enfadado con mi vecino,
le ordené que me soltara, que no pensaba permanecer allí ni un momento más.
Viendo lo agraviado y disgustado que estaba, me soltó a la vez que su ira
remitía. Al momento, volvió a agarrarme con fuerza, pero esta vez en tono
amistoso, y me hizo sentarme en una silla; luego, con aire meditabundo, se
acercó a la desordenada mesa, cogió un lápiz y se puso a escribir en un francés
forzado, propio de un extranjero.
La nota que finalmente me extendió era una súplica en la que reclamaba
tolerancia y perdón. En ella, Zann decía ser un solitario anciano afligido por
extraños temores y trastornos nerviosos relacionados con su música, amén de
otros problemas. Le encantaba que escuchara su música, y deseaba que volviera
más noches y no le tomara en cuenta sus rarezas. Pero no podía tocar para otros
sus extraños acordes ni tampoco soportar que los oyeran; asimismo, tampoco podía
aguantar que otros tocaran en su habitación. No había sabido, hasta nuestra
conversación en el rellano de la escalera, que desde mi habitación podía oír su
música, y me rogaba encarecidamente que hablase con Blandot para que me diera
una habitación en un piso más bajo donde no pudiera oírlo por la noche.
Cualquier diferencia en el precio del alquiler correría de su cuenta.
asdasdash- Mensajes : 4464
Fecha de inscripción : 24/03/2008
Re: La música de Erich Zann
Mientras trataba de descifrar el execrable francés de aquella nota, mi
compasión hacia aquel pobre hombre fue en aumento. Era, al igual que yo, víctima
de trastornos físicos y nerviosos, y mis estudios de metafísica me habían
enseñado que en tales casos se requería compresión más que nada. En medio de
aquel silencio se oyó un ligero ruido procedente de la ventana; el viento
nocturno debió hacer resonar la persiana, y por alguna razón que se me escapaba
di un respingo casi tan brusco como el de Erich Zann. Cuando terminé de leer la
nota, le di la mano a mi vecino y salí de allí en calidad de amigo suyo.
Al día siguiente Blandot me dio una habitación algo más cara en el tercer
piso, situado entre la pieza de un anciano prestamista y la de un honrado
tapicero. En el cuarto piso no vivía nadie.
No tardé en darme cuenta de que el interés mostrado por Zann en que le
hiciera compañía no era lo que creí entender cuando me persuadió a mudarme del
quinto piso. Nunca me llamó para que fuera a verlo, y cuando lo hacía parecía
encontrarse a disgusto y tocaba con desgana. Las veladas siempre tenían lugar de
noche, pues durante el día dormía y no admitía visitas. Mi afecto hacia él no
aumentó, aunque parecía como si aquella buhardilla y la extraña música que
tocaba mi vecino ejercieran una extraña fascinación sobre mí. No se me había ido
de la cabeza el indiscreto deseo de mirar por aquella ventana y ver qué había
por encima del muro y abajo, en la invisible pendiente con los rutilantes
tejados y chapiteles que debían divisarse desde allí. En cierta ocasión subí a
la buhardilla en horas de teatro, mientras Zann estaba fuera, pero la puerta
tenía echado el cerrojo. Para lo que sí me las arreglé, en cambio, fue para oír
las interpretaciones nocturnas de aquel anciano mudo. Al principio, iba de
puntillas hasta mi antiguo quinto piso, y con el tiempo me atreví incluso a
subir el último y chirriante tramo de la escalera que llevaba hasta la
buhardilla. Allí, en el angosto rellano, al otro lado de la atrancada puerta que
tenía el agujero de la cerradura tapado, pude oír con relativa frecuencia
sonidos que me embargaron con un indefinible temor, ese temor a algo impreciso y
misterioso que se cierne sobre uno. No es que los sonidos fuesen espantosos,
pues ciertamente no lo eran, sino que sus vibraciones no guardaban parangón
alguno con nada de este mundo, y a intervalos adquirían una calidad sinfónica
que difícilmente podría imaginarme proviniese de un solo músico. No había duda,
Erich Zann era un genio de irresistible talento. A medida que pasaban las
semanas las interpretaciones fueron adquiriendo un ritmo más frenético, y el
semblante del anciano músico fue tomando un aspecto cada vez más demacrado y
huraño digno de la mayor compasión. Ya no me dejaba pasar a verlo, fuese cual
fuese la hora a que llamara, y me rehuía siempre que nos encontrábamos en la
escalera.
Una noche, mientras escuchaba desde la puerta, oí al chirriante violín
dilatarse hasta producir una caótica babel de sonidos, un pandemonio que me
habría hecho dudar de mi propio juicio si desde el otro lado de la atrancada
puerta no me hubiera llegado una lastimera prueba de que el horror era
auténtico: el espantoso e inarticulado grito que sólo la garganta de un mudo
puede emitir, y que sólo se alza en los momentos en que la angustia y el miedo
son más irresistibles. Golpeé repetidas veces en la puerta, pero no percibí
respuesta. Luego, aguardé en el oscuro rellano, temblando de frío y miedo, hasta
que oí los débiles esfuerzos del desventurado músico por incorporarse del suelo
con ayuda de una silla. Creyendo que recuperaba el sentido tras haber sufrido un
desmayo, renové mis golpes al tiempo que profería en voz alta mi nombre con
objeto de tranquilizarle. Oí a Zann tambaleándose hasta llegar a la ventana y
cerrar las cortinas y el bastidor, y luego dirigirse dando traspiés hacia la
puerta, que abrió de forma vacilante para dejarme paso. Esta vez saltaba a la
vista que estaba encantado de tenerme a su lado, pues su descompuesta cara
resplandecía de alivio mientras me agarraba del abrigo, como haría un niño de
las faldas de su madre.
Presa de patéticos temblores, el anciano me hizo sentarme en una silla
mientras él se dejaba caer en otra, junto a la que se encontraban tirados por el
suelo el violín y el arco. Durante algún tiempo permaneció inactivo, haciendo
extrañas inclinaciones de cabeza, pero dando la paradójica impresión de escuchar
intensa y temerosamente. A continuación, pareció recobrar el ánimo, y sentándose
en una silla junto a la mesa escribió una breve nota, me la entregó y volvió a
la mesa, poniéndose a escribir frenética e incesantemente. En la nota me
imploraba que, por compasión hacia él y si quería satisfacer mi curiosidad, no
me levantara de donde estaba hasta que él acabase de redactar un exhaustivo
informe en alemán sobre los prodigios y temores que le asediaban. En vista de
ello, permanecí allí sentado mientras el lápiz del anciano mudo corría sobre el
papel.
Habría transcurrido ya una hora, y yo seguía allí esperando mientras el
anciano músico proseguía escribiendo febrilmente y las hojas se apilaban unas
sobre otras, cuando, de repente, Zann dio un respingo como si hubiera recibido
una fuerte sacudida. No cabía error; sus ojos miraban a la ventana con la
cortina echada y escuchaba en medio de grandes temblores. Luego, creí oír un
sonido, esta vez no era horrible sino que, muy al contrario, se asemejaba a una
nota musical extraordinariamente baja e infinitamente lejana, como si procediera
de algún músico que habitase en alguna de las casas próximas o en una vivienda
allende el imponente muro por encima del cual nunca conseguí mirar. El efecto
que le produjo a Zann fue terrible, pues, soltando el lápiz, se levantó al
instante, cogió el violín entre las manos y se puso a desgarrar la noche con la
más frenética interpretación que había oído salir de su arco, a excepción de
cuando lo escuchaba del otro lado de la atrancada puerta.
Sería inútil intentar describir lo que tocó Erich Zann aquella espantosa
noche. Era infinitamente más horrible que todo lo que había oído hasta entonces,
pues ahora podía ver la expresión dibujada en su rostro y podía advertir que en
esta ocasión el motivo era el temor llevado a su máxima expresión. Trataba de
emitir un ruido con el fin de alejar, o acallar algo, qué exactamente no sabría
decir, pero en cualquier caso debía tratarse de algo pavoroso. La interpretación
alcanzó caracteres fantásticos, histéricos, de auténtico delirio, pero sin
perder ni una sola de aquellas cualidades de magistral genio de que estaba
dotado aquel singular anciano. Reconocí la melodía -una frenética danza húngara
que se había hecho popular en los medios teatrales-, y durante unos segundos
reflexioné que aquélla era la primera vez que oía a Zann interpretar una
composición de otro autor.
Cada vez más alto, cada vez más frenéticamente, ascendía el chirriante y
lastimero alarido de aquel desesperado violín. El solista emitía unos ruidos
extraños al respirar y se contorsionaba cual si fuese un mono, sin dejar de
mirar temerosamente a la ventana con la cortina echada. En aquellos frenéticos
acordes creía ver sombríos faunos y bacantes que bailaban y giraban como posesos
en abismos desbordantes de nubes, humo y relámpagos. Y luego me pareció oír una
nota más estridente y prolongada que no procedía del violín; una nota pausada,
deliberada, intencional y burlona que venía de algún lejano lugar en dirección
oeste.
En este trance, la persiana comenzó a batir con fuerza debido a un viento
nocturno que se había levantado en el exterior, como si fuese en respuesta a la
furiosa música que se oía dentro. El chirriante violín de Zann se superó a sí
mismo y se lanzó a emitir sonidos que jamás pensé que pudieran salir de las
cuerdas de un violín. La persiana trepidó con más fuerza, se soltó y comenzó a
golpear con estrépito la ventana. Como consecuencia de los persistentes impactos
en su superficie el cristal se hizo añicos, dejando entrar una bocanada de aire
frío que hizo chisporrotear la llama de las velas y crujir las hojas de papel
que había sobre la mesa en que Zann intentaba poner por escrito su abominable
secreto. Eché una mirada a Zann y comprobé que estaba totalmente absorto en su
tarea. Sus ojos estaban inflamados, vidriosos y ausentes, y la frenética música
había acabado transformándose en una orgía desenfrenada e irreconociblemente
automática que ninguna pluma podría siquiera intentar describir.
Una repentina bocanada, más fuerte que las anteriores, arrebató el manuscrito
y se lo llevó hacia la ventana. Preso de la desesperación, me lancé tras las
cuartillas que volaban por la habitación, pero ya se las había llevado el viento
antes de conseguir llegar yo a las abatidas hojas de la ventana. En aquel
momento recordé mi deseo aún insatisfecho de mirar desde aquella ventana, la
única de la Rue d´Auseil desde la que podía verse la ladera que había al otro
lado del muro y la urbe extendida a sus pies. La oscuridad era total, pero las
luces de la ciudad estaban continuamente encendidas de noche por lo que esperaba
poder verlas por entre la cortina de lluvia y viento. Pero cuando miré desde la
ventana más alta de la buhardilla, mientras las velas seguían chisporroteando y
el enajenado violín competía con los aullidos del nocturnal viento, no vi ciudad
alguna debajo de mí ni percibí el resplandor de ninguna luz cordial procedente
de calles conocidas, sino únicamente la oscuridad del espacio sin límites, un
espacio lleno de música y movimiento, sin parecido alguno con ningún otro rincón
de la tierra. Y mientras permanecía allí de pie contemplando con espanto aquel
inimaginable espectáculo, el viento apagó las dos velas que iluminaban aquella
vieja buhardilla, sumiéndolo todo en la más brutal e impenetrable oscuridad.
Ante mí no tenía sino el caos y el pandemonio más absoluto; a mi espalda, la
endiablada enajenación de aquellos nocturnales desgarros de las cuerdas de
violín.
Tambaleándome, volví al oscuro interior de la habitación. Sin poder encender
una cerilla, derribé una silla y, finalmente, me abrí paso a tientas hasta el
lugar de donde provenían los gritos y aquella increíble música. Debía tratar de
escapar de aquel lugar en compañía de Erich Zann, cualesquiera que fuesen las
fuerzas que hubiera de vencer. En cierto momento me pareció como si algo frío me
rozara y lancé un grito de espanto, pero éste fue sofocado por la música que
salía de aquel horrible violín. De repente, en medio de aquella oscuridad total
me rozó el arco que no cesaba de rasgar violentamente las cuerdas, con lo que
pude advertir que me encontraba cerca del músico. Tanteé con las manos hasta
tocar el respaldo de la silla de Zann, seguidamente, palpé y agité su hombro en
un intento de hacerlo volver a sus cabales.
Pero Zann no respondió, y, mientras, el violín seguía chirriando sin mostrar
la menor intención de parar. Puse la mano sobre su cabeza, logrando detener su
mecánica inclinación y le grité al oído que debíamos escaparnos los dos de
aquellos ignotos misterios que acechaban en la noche. Pero ni percibí respuesta
ni Zann redujo el frenesí de su indescriptible música. Entre tanto, extrañas
corrientes de aire parecían correr de un extremo a otro de la buhardilla en
medio de la oscuridad y el desorden reinantes. Un escalofrío me recorrió el
cuerpo cuando le pasé la mano por el oído, aunque no sabría bien decir por
qué... no lo supe hasta que no palpé su cara inmóvil, aquella cara helada,
tersa, sin la menor señal de respiración, cuyos vidriosos ojos sobresalían
inútilmente en el vacío. Y a renglón seguido, tras encontrar milagrosamente la
puerta y el gran cerrojo de madera, me alejé a toda prisa de aquel ser de
vidriosos ojos que habitaba en la oscuridad y de los horribles acordes de aquel
maldito violín cuya furia incluso aumentó tras mi precipitada salida de aquella
estancia.
Salté, conservé el equilibrio, descendí volando las interminables escaleras
de aquella tenebrosa casa; me lancé a correr sin rumbo fijo por la angosta,
empinada y antigua calle de escalones y desvencijadas casas. Como una exhalación
descendí las escaleras y salté por encima del adoquinado pavimento, hasta llegar
a las calles de la parte baja y al hediondo y encajonado río; resollando, crucé
el gran puente oscuro que conduce a las amplias y saludables calles y bulevares
que todos conocemos... todas ellas son terribles impresiones que me acompañarán
donde quiera que vaya. Aquella noche, recuerdo, no había viento ni brillaba la
luna, y todas las luces de la ciudad resplandecían.
A pesar de mis afanosas pesquisas e indagaciones, no he vuelto a localizar la
Rue d´Auseil. Pero no puedo decir que lo sienta demasiado, ya sea por todo esto
o por la pérdida en insondables abismos de aquellas hojas con apretada letra que
únicamente la música de Erich Zann podría haber explicado.
FIN
compasión hacia aquel pobre hombre fue en aumento. Era, al igual que yo, víctima
de trastornos físicos y nerviosos, y mis estudios de metafísica me habían
enseñado que en tales casos se requería compresión más que nada. En medio de
aquel silencio se oyó un ligero ruido procedente de la ventana; el viento
nocturno debió hacer resonar la persiana, y por alguna razón que se me escapaba
di un respingo casi tan brusco como el de Erich Zann. Cuando terminé de leer la
nota, le di la mano a mi vecino y salí de allí en calidad de amigo suyo.
Al día siguiente Blandot me dio una habitación algo más cara en el tercer
piso, situado entre la pieza de un anciano prestamista y la de un honrado
tapicero. En el cuarto piso no vivía nadie.
No tardé en darme cuenta de que el interés mostrado por Zann en que le
hiciera compañía no era lo que creí entender cuando me persuadió a mudarme del
quinto piso. Nunca me llamó para que fuera a verlo, y cuando lo hacía parecía
encontrarse a disgusto y tocaba con desgana. Las veladas siempre tenían lugar de
noche, pues durante el día dormía y no admitía visitas. Mi afecto hacia él no
aumentó, aunque parecía como si aquella buhardilla y la extraña música que
tocaba mi vecino ejercieran una extraña fascinación sobre mí. No se me había ido
de la cabeza el indiscreto deseo de mirar por aquella ventana y ver qué había
por encima del muro y abajo, en la invisible pendiente con los rutilantes
tejados y chapiteles que debían divisarse desde allí. En cierta ocasión subí a
la buhardilla en horas de teatro, mientras Zann estaba fuera, pero la puerta
tenía echado el cerrojo. Para lo que sí me las arreglé, en cambio, fue para oír
las interpretaciones nocturnas de aquel anciano mudo. Al principio, iba de
puntillas hasta mi antiguo quinto piso, y con el tiempo me atreví incluso a
subir el último y chirriante tramo de la escalera que llevaba hasta la
buhardilla. Allí, en el angosto rellano, al otro lado de la atrancada puerta que
tenía el agujero de la cerradura tapado, pude oír con relativa frecuencia
sonidos que me embargaron con un indefinible temor, ese temor a algo impreciso y
misterioso que se cierne sobre uno. No es que los sonidos fuesen espantosos,
pues ciertamente no lo eran, sino que sus vibraciones no guardaban parangón
alguno con nada de este mundo, y a intervalos adquirían una calidad sinfónica
que difícilmente podría imaginarme proviniese de un solo músico. No había duda,
Erich Zann era un genio de irresistible talento. A medida que pasaban las
semanas las interpretaciones fueron adquiriendo un ritmo más frenético, y el
semblante del anciano músico fue tomando un aspecto cada vez más demacrado y
huraño digno de la mayor compasión. Ya no me dejaba pasar a verlo, fuese cual
fuese la hora a que llamara, y me rehuía siempre que nos encontrábamos en la
escalera.
Una noche, mientras escuchaba desde la puerta, oí al chirriante violín
dilatarse hasta producir una caótica babel de sonidos, un pandemonio que me
habría hecho dudar de mi propio juicio si desde el otro lado de la atrancada
puerta no me hubiera llegado una lastimera prueba de que el horror era
auténtico: el espantoso e inarticulado grito que sólo la garganta de un mudo
puede emitir, y que sólo se alza en los momentos en que la angustia y el miedo
son más irresistibles. Golpeé repetidas veces en la puerta, pero no percibí
respuesta. Luego, aguardé en el oscuro rellano, temblando de frío y miedo, hasta
que oí los débiles esfuerzos del desventurado músico por incorporarse del suelo
con ayuda de una silla. Creyendo que recuperaba el sentido tras haber sufrido un
desmayo, renové mis golpes al tiempo que profería en voz alta mi nombre con
objeto de tranquilizarle. Oí a Zann tambaleándose hasta llegar a la ventana y
cerrar las cortinas y el bastidor, y luego dirigirse dando traspiés hacia la
puerta, que abrió de forma vacilante para dejarme paso. Esta vez saltaba a la
vista que estaba encantado de tenerme a su lado, pues su descompuesta cara
resplandecía de alivio mientras me agarraba del abrigo, como haría un niño de
las faldas de su madre.
Presa de patéticos temblores, el anciano me hizo sentarme en una silla
mientras él se dejaba caer en otra, junto a la que se encontraban tirados por el
suelo el violín y el arco. Durante algún tiempo permaneció inactivo, haciendo
extrañas inclinaciones de cabeza, pero dando la paradójica impresión de escuchar
intensa y temerosamente. A continuación, pareció recobrar el ánimo, y sentándose
en una silla junto a la mesa escribió una breve nota, me la entregó y volvió a
la mesa, poniéndose a escribir frenética e incesantemente. En la nota me
imploraba que, por compasión hacia él y si quería satisfacer mi curiosidad, no
me levantara de donde estaba hasta que él acabase de redactar un exhaustivo
informe en alemán sobre los prodigios y temores que le asediaban. En vista de
ello, permanecí allí sentado mientras el lápiz del anciano mudo corría sobre el
papel.
Habría transcurrido ya una hora, y yo seguía allí esperando mientras el
anciano músico proseguía escribiendo febrilmente y las hojas se apilaban unas
sobre otras, cuando, de repente, Zann dio un respingo como si hubiera recibido
una fuerte sacudida. No cabía error; sus ojos miraban a la ventana con la
cortina echada y escuchaba en medio de grandes temblores. Luego, creí oír un
sonido, esta vez no era horrible sino que, muy al contrario, se asemejaba a una
nota musical extraordinariamente baja e infinitamente lejana, como si procediera
de algún músico que habitase en alguna de las casas próximas o en una vivienda
allende el imponente muro por encima del cual nunca conseguí mirar. El efecto
que le produjo a Zann fue terrible, pues, soltando el lápiz, se levantó al
instante, cogió el violín entre las manos y se puso a desgarrar la noche con la
más frenética interpretación que había oído salir de su arco, a excepción de
cuando lo escuchaba del otro lado de la atrancada puerta.
Sería inútil intentar describir lo que tocó Erich Zann aquella espantosa
noche. Era infinitamente más horrible que todo lo que había oído hasta entonces,
pues ahora podía ver la expresión dibujada en su rostro y podía advertir que en
esta ocasión el motivo era el temor llevado a su máxima expresión. Trataba de
emitir un ruido con el fin de alejar, o acallar algo, qué exactamente no sabría
decir, pero en cualquier caso debía tratarse de algo pavoroso. La interpretación
alcanzó caracteres fantásticos, histéricos, de auténtico delirio, pero sin
perder ni una sola de aquellas cualidades de magistral genio de que estaba
dotado aquel singular anciano. Reconocí la melodía -una frenética danza húngara
que se había hecho popular en los medios teatrales-, y durante unos segundos
reflexioné que aquélla era la primera vez que oía a Zann interpretar una
composición de otro autor.
Cada vez más alto, cada vez más frenéticamente, ascendía el chirriante y
lastimero alarido de aquel desesperado violín. El solista emitía unos ruidos
extraños al respirar y se contorsionaba cual si fuese un mono, sin dejar de
mirar temerosamente a la ventana con la cortina echada. En aquellos frenéticos
acordes creía ver sombríos faunos y bacantes que bailaban y giraban como posesos
en abismos desbordantes de nubes, humo y relámpagos. Y luego me pareció oír una
nota más estridente y prolongada que no procedía del violín; una nota pausada,
deliberada, intencional y burlona que venía de algún lejano lugar en dirección
oeste.
En este trance, la persiana comenzó a batir con fuerza debido a un viento
nocturno que se había levantado en el exterior, como si fuese en respuesta a la
furiosa música que se oía dentro. El chirriante violín de Zann se superó a sí
mismo y se lanzó a emitir sonidos que jamás pensé que pudieran salir de las
cuerdas de un violín. La persiana trepidó con más fuerza, se soltó y comenzó a
golpear con estrépito la ventana. Como consecuencia de los persistentes impactos
en su superficie el cristal se hizo añicos, dejando entrar una bocanada de aire
frío que hizo chisporrotear la llama de las velas y crujir las hojas de papel
que había sobre la mesa en que Zann intentaba poner por escrito su abominable
secreto. Eché una mirada a Zann y comprobé que estaba totalmente absorto en su
tarea. Sus ojos estaban inflamados, vidriosos y ausentes, y la frenética música
había acabado transformándose en una orgía desenfrenada e irreconociblemente
automática que ninguna pluma podría siquiera intentar describir.
Una repentina bocanada, más fuerte que las anteriores, arrebató el manuscrito
y se lo llevó hacia la ventana. Preso de la desesperación, me lancé tras las
cuartillas que volaban por la habitación, pero ya se las había llevado el viento
antes de conseguir llegar yo a las abatidas hojas de la ventana. En aquel
momento recordé mi deseo aún insatisfecho de mirar desde aquella ventana, la
única de la Rue d´Auseil desde la que podía verse la ladera que había al otro
lado del muro y la urbe extendida a sus pies. La oscuridad era total, pero las
luces de la ciudad estaban continuamente encendidas de noche por lo que esperaba
poder verlas por entre la cortina de lluvia y viento. Pero cuando miré desde la
ventana más alta de la buhardilla, mientras las velas seguían chisporroteando y
el enajenado violín competía con los aullidos del nocturnal viento, no vi ciudad
alguna debajo de mí ni percibí el resplandor de ninguna luz cordial procedente
de calles conocidas, sino únicamente la oscuridad del espacio sin límites, un
espacio lleno de música y movimiento, sin parecido alguno con ningún otro rincón
de la tierra. Y mientras permanecía allí de pie contemplando con espanto aquel
inimaginable espectáculo, el viento apagó las dos velas que iluminaban aquella
vieja buhardilla, sumiéndolo todo en la más brutal e impenetrable oscuridad.
Ante mí no tenía sino el caos y el pandemonio más absoluto; a mi espalda, la
endiablada enajenación de aquellos nocturnales desgarros de las cuerdas de
violín.
Tambaleándome, volví al oscuro interior de la habitación. Sin poder encender
una cerilla, derribé una silla y, finalmente, me abrí paso a tientas hasta el
lugar de donde provenían los gritos y aquella increíble música. Debía tratar de
escapar de aquel lugar en compañía de Erich Zann, cualesquiera que fuesen las
fuerzas que hubiera de vencer. En cierto momento me pareció como si algo frío me
rozara y lancé un grito de espanto, pero éste fue sofocado por la música que
salía de aquel horrible violín. De repente, en medio de aquella oscuridad total
me rozó el arco que no cesaba de rasgar violentamente las cuerdas, con lo que
pude advertir que me encontraba cerca del músico. Tanteé con las manos hasta
tocar el respaldo de la silla de Zann, seguidamente, palpé y agité su hombro en
un intento de hacerlo volver a sus cabales.
Pero Zann no respondió, y, mientras, el violín seguía chirriando sin mostrar
la menor intención de parar. Puse la mano sobre su cabeza, logrando detener su
mecánica inclinación y le grité al oído que debíamos escaparnos los dos de
aquellos ignotos misterios que acechaban en la noche. Pero ni percibí respuesta
ni Zann redujo el frenesí de su indescriptible música. Entre tanto, extrañas
corrientes de aire parecían correr de un extremo a otro de la buhardilla en
medio de la oscuridad y el desorden reinantes. Un escalofrío me recorrió el
cuerpo cuando le pasé la mano por el oído, aunque no sabría bien decir por
qué... no lo supe hasta que no palpé su cara inmóvil, aquella cara helada,
tersa, sin la menor señal de respiración, cuyos vidriosos ojos sobresalían
inútilmente en el vacío. Y a renglón seguido, tras encontrar milagrosamente la
puerta y el gran cerrojo de madera, me alejé a toda prisa de aquel ser de
vidriosos ojos que habitaba en la oscuridad y de los horribles acordes de aquel
maldito violín cuya furia incluso aumentó tras mi precipitada salida de aquella
estancia.
Salté, conservé el equilibrio, descendí volando las interminables escaleras
de aquella tenebrosa casa; me lancé a correr sin rumbo fijo por la angosta,
empinada y antigua calle de escalones y desvencijadas casas. Como una exhalación
descendí las escaleras y salté por encima del adoquinado pavimento, hasta llegar
a las calles de la parte baja y al hediondo y encajonado río; resollando, crucé
el gran puente oscuro que conduce a las amplias y saludables calles y bulevares
que todos conocemos... todas ellas son terribles impresiones que me acompañarán
donde quiera que vaya. Aquella noche, recuerdo, no había viento ni brillaba la
luna, y todas las luces de la ciudad resplandecían.
A pesar de mis afanosas pesquisas e indagaciones, no he vuelto a localizar la
Rue d´Auseil. Pero no puedo decir que lo sienta demasiado, ya sea por todo esto
o por la pérdida en insondables abismos de aquellas hojas con apretada letra que
únicamente la música de Erich Zann podría haber explicado.
FIN
asdasdash- Mensajes : 4464
Fecha de inscripción : 24/03/2008
Re: La música de Erich Zann
Tengo que agenciarme, cuanto antes, los dos volúmenes con sus obras completas que ha editado Valdemar en su colección gótica...
Eloy- Mensajes : 85406
Fecha de inscripción : 24/03/2008
Re: La música de Erich Zann
Muy tentadores esos dos libros
asdasdash- Mensajes : 4464
Fecha de inscripción : 24/03/2008
Re: La música de Erich Zann
Eloy escribió:
Tengo que agenciarme, cuanto antes, los dos volúmenes con sus obras completas que ha editado Valdemar en su colección gótica...
jo, macho, estos días estaba justo reclamando algo así en el topic del qué estás leyendo...
ahora que lo pienso, ya habías comentado esto, verdad?
creo que lo único es que me gustaría algo así... en inglés
qué grande Lovecraft!!!
_________________
KIM_BACALAO- Moderador
- Mensajes : 51574
Fecha de inscripción : 24/03/2008
Re: La música de Erich Zann
KIM_BACALAO escribió:Eloy escribió:
Tengo que agenciarme, cuanto antes, los dos volúmenes con sus obras completas que ha editado Valdemar en su colección gótica...
jo, macho, estos días estaba justo reclamando algo así en el topic del qué estás leyendo...
ahora que lo pienso, ya habías comentado esto, verdad?
creo que lo único es que me gustaría algo así... en inglés
qué grande Lovecraft!!!
Sí, lo habia comentado hace tiempo, pero estas Navidades los tuve en mis manos y sólo la box set de The Pogues hizo que no me los pillara. Pero caerán pronto...
Yo lo del inglés...uf, no me atrevo. Ya me cuesta pillar al amigo en castellano...
Eloy- Mensajes : 85406
Fecha de inscripción : 24/03/2008
Re: La música de Erich Zann
Eloy escribió:Yo lo del inglés...uf, no me atrevo. Ya me cuesta pillar al amigo en castellano...
yo hablar lo hablo muy mal, pero leerlo, de maravilla
he leido a Tolkien y Poe, y ningún problema
aún así, con lo barroco que es Lovecraft, algo de miedo ya le tengo
pero aún así, prefiero intentarlo en su idioma original
_________________
KIM_BACALAO- Moderador
- Mensajes : 51574
Fecha de inscripción : 24/03/2008
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