Kraneo: Ha marcado Suarez y es bota de oro

Suárez, instinto de depredador

Gary Lineker, astuto y sutil, era un cobrador del frac oportuno del gol, un obseso de la puntualidad británica en el área. Romario, un talento macizo, era la fusión de las playas de Ipanema y los zarpazos geniales de un tigre perezoso.

Ronaldo tenía carrocería de Robocop y rodillas de cristal, era una estampida en sí mismo y un delantero cósmico, algo nunca visto, un huracán desatado. Stoichkov, amado en Barcelona y odiado fuera de ella, era el gol a la búlgara, el carácter indómito, el estacazo crudo y una sobredosis de mala leche. Pizzi, de profesión goleador, desatascador oficial, revulsivo, era el gol con acento criollo y la última bala de plata. Larsson, recio y fiable, era un revólver de corto alcance, todo hueso, todo cañón de área. Eto’o era la ambición desmedida, el 8 con genes de 9, el negro que corría para ganar lo que un blanco, el grito de júbilo después de un buen día de caza. Villa era le pegada del colibrí, la precisión geométrica, la chispa que precedía al incendio, el tipo que descorchaba los partidos con la misma naturalidad que sus paisanos la sidra. Ibrahimovic era el solista perfecto, el alma incorregible, el vikingo talentoso cuyo ego extendía cheques que sólo su fútbol podía pagar. Y Luisito Suárez, el último eslabón del santoral de delanteros azulgranas, tiene el instinto del depredador. Su fórmula, el gen competitivo charrúa, mezclado con talento latino y agitado con gotas divinas de gol.

Si Maradona vivió su infancia en un barrio privado –privado de luz y de agua-, Suárez tuvo que arrimar el hombro en casa, empezando a trabajar desde los once años, recogiendo las propinas que le daban a su madre en el supermercado, vigilando coches junto a su abuelo y caminando más de tres horas diarias para ir a entrenar, después de juntar varias tarjetas telefónicas para venderlas, en el barrio, y poder pagarse el pasaje de autobús. Biografía digna del arquetipo del crack sudamericano: infancia dura, presente dorado. Su gran aval, su instinto. Desde chico, le previno de sacrificarse por los suyos mientras aumentaba su amor por la pelota, soñando debutar en Primera, como El Diego, porque tal vez algún día, jugando pudiera a su familia ayudar. Nacional, Groningen, Ajax y Liverpool. Estaciones de paso, trampolines ideales para su gran salto, experiencias necesarias para ser quien siempre quiso ser: el delantero del Barça. Suárez forma parte del selecto club de seres humanos que no persiguen sus sueños, sino que los viven.

Suárez es el complemento directo de Messi y Neymar. Un socio ideal. Descartado Kun y gracias a la agilidad de Zubizarreta después del famoso episodio con Chiellini y su consiguiente sanción, Suárez fue el último servicio de Andoni al club. Uno excelente y poco ponderado. Un valor seguro, que hoy cotiza al alza, pero que sufrió al llegar. Se dijo que era caro –hoy al socio le parece barato-, que no encajaba en el ecosistema culé, que no hacía goles y que estaba demasiado gordo. Florentino Pérez comentó hace casi dos años, a un aficionado, que no era un gran jugador. Ojo clínico. Lusito respondió donde debe, en el campo. Sometió su fútbol al del equipo, asimiló el juego de posición, mejoró en espacios reducidos, y trabajó para encontrar su sitio, sacrificándose a favor de aquello que necesitaba el grupo. Obligación para cualquiera, pero para una estrella, fácil de decir y difícil de hacer. Junto a Messi y Neymar, forma un tripartito ideal, dentro y fuera del campo. El uruguayo, lejos de ser un cuerpo extraño, encajó entre argentino y brasileño con la misma precisión que encaja una simple pieza en el Tetris. Si Messi es el centro de gravedad del Barça (es previsible, pero imparable) y Neymar es un satélite que orbita amenazando cualquier defensa (es imprevisible y también imparable), Suárez es el instinto depredador, elevado a su enésima potencia. Fuera del área, porfía con los centrales, abre huecos, presiona, filtra y descarga. Dentro del área es un 9 clásico: primero dispara y después pregunta. Suárez maneja todas las suertes y códigos del buen artillero. Y a esas virtudes, une su instinto básico, el del depredador hambriento. Luisito es un cazador de estirpe uruguaya, una escopeta humana. Si le dan un metro, fabrica una caja de pino. No sólo es un gran jugador. Es uno de los mejores del mundo. Pregúntenle a Messi.

Rubén Uría / Eurosport